Se abrió la puerta como se abren siempre las puertas del vetusto hospital, resoplando, invadiendo la intimidad de la habitación y pidiéndole permiso al mismo tiempo. En la reducida estancia, cada vez que giraba la manivela, se ponía en marcha el misterioso resorte de la esperanza humana; nada grandioso: era suficiente una palabra amable, una sonrisa luminosa, una visita con noticias del mundo de afuera.
Los que estábamos dentro esperábamos cualquier cosa que ampliara el reducido universo que inevitablemente te asfixia aunque te esfuerces en impedirlo. Entonces entró ella: risa roja, gafas negras y voz cantarina para contar lo que llevábamos oyendo todo el día, pero de otra manera. Se fue rápido, esparciendo un perfume de flores que transformó el cuarto durante varios minutos. Eso fue el primer día, al siguiente entró ella: con la escasa información de siempre camuflada en palabras amables, con caricias cercanas y ojos de niña que dejaban claro que debajo de la mascarilla la boca también sonreía.
Cuando salió, el aire de la habitación era dulce, sereno, más fácil de respirar que diez minutos antes.
Después de la cena, entró ella: su energía desafiaba el paso de la horas, y sobre todo el de los años, en un trabajo en el que lo más importante es no dejarse arrastrar por la desesperanza y la frustración de los enfermos. Su seguridad saltaba por encima de las pequeñas gafas estrechas que usaba para leer los informes, y más concienzudamente, la expresión de sus pacientes. Cada noche, antes de acostarnos, ella nos dio las buenas noches.
Tímida, escurridiza, como el sol de tarde que se acababa de escapar por el horizonte. Se movía con tanto sigilo que era imposible saber dónde estaba ni cuando aparecería, pero siempre lo hacía. Como una duende silenciosa se asomaba al quicio de la puerta para no incomodar a nadie. Lo sabíamos porque olíamos su perfume antes de apagar la luz, como supimos siempre que todas y cada una de ellas velaban por nosotros al otro lado de la puerta.