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Fabiola Hernández
Recuerdan las películas de Paco Martínez Soria cuando llegaba a la Puerta del Sol con una cesta atada con una cuerda? Así, no. Eso sería exagerar, pero algo de eso guardará mi inconsciente si el mar do prèdio (el mar de edificios) de Sao Paulo me ha traído esa imagen a la memoria.

No ha sido la primera vez que salía de Villalba Baja. Por ejemplo, Ho Chi Min, El Cairo o Nueva York también aparecen tachadas en mi lista de las mayores ciudades del mundo. Supongo que es mi mirada la que ha cambiado. Dicen que cuanto más envejeces, más a menudo vuelves al lugar donde naciste. Tu juicio se vuelve más indulgente, cada vez más parecido al de los abuelos que miran a sus nietos. Lejos quedan los veinte años, aquellos en los que pensaba que todo era posible, siempre en una gran ciudad. Solo esos lugares mágicos tenían el poder de concederme mis deseos. Sé que la frase suena melancólica, a sueños incumplidos.

Nada más lejos. Créanme si les digo que está mucho más cerca de la paz que da dejar de ser esclavo de tus deseos y volver a ver los caminos de tu infancia como lo que fueron: senderos polvorientos entre huertas, sin más aspiraciones que guiarte entre el polvo que levantaban coches y bicicletas. No he dejado de soñar con la edad, pero entre patas de gallo y dolores articulares el gran regalo que me van dejando los años es aprender a ordenar esos sueños. Será por eso que disfruto del caos de las megalópolis como si lo viviera por vez primera. Ayuda que a Sao Paulo jamás le concedí la gran responsabilidad de hacerme feliz, ni siquiera fue para mí una chincheta en el mapa de mis ciudades soñadas.

Entre la osadía de su caos y el dulce acento de sus gentes me doy cuenta de que a mis ojos, sus afortunados habitantes y yo somos libres e iguales. Miro la ciudad limpiamente, sin expectativas y ella me regala una fotografía de otro mundo. Ya no busco nada más: solo coleccionar postales vivas y colmar mis sentidos. Aromas de comidas extrañas, asombro de criaturas desubicadas, brillo de colores desordenados...y tráfico endemoniado, gritos de auxilio, soledad entre multitudes, ventanas por las que asoman hogares apilados en columnas distópicas. Todo fascinante.