Aprincipios del siglo XIII, con Teruel recién nacido entre las poblaciones de la extremadura aragonesa, es decir, los territorios reconquistados a los musulmanes, se gestaba en sus calles la historia de amor de Isabel de Segura y Diego de Marcilla. Amparada por los Fueros concedidos por el rey Alfonso II, la población libraba muchas batallas diferentes para salir adelante, mientras los dos jóvenes, según cuenta la tradición, mantenían la suya propia.
Su trágico final, paradójicamente los convirtió en inmortales, y aunque seguro que si la fortuna les hubiera preguntado, hubieran elegido otro desenlace, acabaron convirtiéndose en un símbolo de la lucha contra el gigante del destino que los sentenció a ellos y que sigue jugando con Teruel ocho siglos después. Desde que las tribus bereberes se paseaban por las muelas turolenses hasta hoy, la historia de la ciudad ha sido la de una lucha sin descanso contra la aridez de una tierra fría y seca, contra la falta de carreteras y trenes que nos permitieran ir y volver donde los demás iban y volvían, contra el olvido de quienes estaban en disposición de solucionarlo y muchas veces, contra el cartel que cuelga de nuestros pueblos: cerrado por defunción. La queja continua agota, a quien la hace y a quien la escucha, aunque a veces sea inevitable, así que los turolenses han perfeccionado otra fórmula contra el olvido: las celebraciones.
El más difícil todavía es triunfar con una gran fiesta construida en torno a una gran tragedia. La fórmula secreta la guarda el espíritu turolense: hospitalidad y generosidad, seña de identidad de un pueblo que abre sus puertas al forastero y lo recibe como una bendición. (Ya repondrán la nevera y limpiarán la casa cuando se vayan, porque si por algo no protestan mis conciudadanos es por tener que trabajar) Diego e Isabel jamás pensaron que se convertirían en el emblema de un pueblo ni en la excusa para una fiesta. No les dio tiempo a ser conscientes de lo que sus vecinos eran capaces de conseguir. Una vez más: bien hecho, paisanos.