Nervios, emoción, pasión, sentimientos, celebraciones y llantos, con esos cinca palabras se podría definir lo que supone una final para un aficionado, un jugador o un miembro del cuerpo técnico. Claro mucho antes ha habido preparación y dedicación, entrega y normalmente un largo camino que culmina con el colofón que supone la final.
La última copera que vivimos entre el Betis y el Valencia fue especialmente bonita, con dos equipos punteros pero sin los clásicos Real Madrid o Barcelona. Dos equipos con una afición enorme, ejemplar, más allá de solamente sus respectivas ciudades y que acudieron en masa al espectáculo dando además ejemplo de comportamiento, de lo que tiene que ser un espectáculo deportivo, apto para todo el público.
El partido en sí, además fue emocionante, con alternativas, algo de polémica, y más largo de lo normal, con el tiempo extras y finalmente la crueldad de los penaltis. Porque para quien gana no supone problema pero para el perdedor… Para quien es neutral y no tiene favorito como era mi caso, fue una auténtica delicia de partido, un partido de bandera, con todos los ingredientes para ser recordado durante mucho tiempo.
Y es lo que tienen las finales, que uno gana y otro pierde, felicidad absoluta y enfrente desolación, alegría contra tristeza. Hay quien dice que las finales son para ganarlas, y es verdad, pero muchas veces el mero hecho de estar ahí es ya una victoria en si. Para muchos clubes el mero hecho de estar en una final supone el día más importante en muchos años de historia, los días y horas previos son una fiesta, toda la preparación del evento, que se alargan durante el encuentro, y a partir de ahí gloria o martirio.
En resumen, lo dicho, ojalá todas las finales se parecieran a la que vivimos hace unos días, en el ambiente, en lo deportivo, en lo extradeportivo, y es que son eventos especiales, que se quedan grabados para siempre en la retina, o ¿alguien no se acuerda del gol de Iniesta o el de Nayim por citar dos ejemplos?