En la madrugada del viernes al sábado se retiró de las pistas de tenis Roger Federer. Lo hizo al lado de su amigo, y rival en tantas ocasiones, Rafa Nadal, con el que formó una pareja perfecta. Nos dejaron, además, una de esas imágenes potentes e icónicas, que trascienden lo deportivo, y que perduran en el tiempo.
El guion fue perfecto. Un torneo amistoso (propiedad del propio Roger, por cierto) en el que se enfrentan el equipo de Europa contra el equipo del Resto del Mundo, y en el que Federer eligió retirarse rodeado de sus compañeros de pista y rivales: Rafa Nadal, Novak Djokovic, y todos los demás mejores tenistas del mundo, a la vez, sobre la misma pista. Una imagen muy potente.
No voy a detenerme en lo mucho que ha ganado Federer en el mundo del tenis. Un simple vistazo a la Wikipedia hará eso mucho más ágil de lo que yo podría hacerlo. Pero sí me gustaría analizar la trayectoria de uno de los mejores deportistas de siempre, ya que Federer no fue siempre el modelo que ha sido en la mayor parte de su carrera. Por supuesto, tenía un talento descomunal, era un joven muy prometedor. Pero el joven Roger era un diamante por pulir, como tantos otros: no era el más constante en los entrenamientos, le gustaba la fiesta, tenía arrebatos de rabia y mal perder… no era ese ejemplo de valores que conocemos hoy.
Sin embargo, algo hizo clic en su cabeza. Si conseguía cambiar ciertas cosas, si se centraba en los entrenamientos y controlaba ciertas actitudes, podía ser uno de los más grandes. El resto es historia del deporte. Durante años dominó el circuito ATP con mano de hierro y un revés delicioso, para enmarcar y guardar en un museo. Empezó a ganar torneos, Grand Slams, el número 1… pero, sobre todo, nos quedan su forma de ganar y de perder.
Porque si algo nos han enseñado a lo largo de los años tanto Federer como Nadal, es que casi más importante que ganar es la forma en que se hace. Y, por supuesto, el cómo se pierde. Lejos quedan aquellas raquetas rotas en su juventud. Porque, además, Federer y Nadal perdieron su último partido juntos ante Sock y Tiafoe. Elegantes, como siempre. Quizá debían perderlo para darnos una última lección a todos, dentro del guion de la despedida perfecta.
Durante el partido, Roger nos dejó muestras de su exquisitez técnica, la que forjó el mito. Al acabar, nos enseñó a todos su lado más terrenal. Sus lágrimas al final del partido nos enseñaron su parte más emocional, más humana, que la perfección es solo un ideal. Roger Federer ha sido historia, no solo del tenis, sino del deporte. Y lo ha sido porque tenía un talento descomunal, pero también porque ha trabajado muchísimo para serlo, dentro y fuera de la pista. Grandes talentos hay muchos. Roger Federer sólo ha habido uno.
Al finalizar el partido, y al ritmo de Viva la vida, de Coldplay, mientras se proyectaban imágenes de la carrera de Roger, Nadal y Federer nos regalaron la imagen definitiva. Ambos, llorando de la mano, enseñándonos que, para ser grande, uno necesita de grandes rivales, a los que, lejos de odiar, se debe respetar, y en muchos casos, como en este, admirar y querer. Porque ambos son amigos y se quieren. Porque saben que se han engrandecido mutuamente, pero también al tenis y al deporte en general, enseñando unos valores que, quizá hoy en día puedan parecer caducos o en extinción.
Mientras, a mí me queda solo una pena: que mis hijos son demasiado pequeños como para recordar esta época dorada del tenis y del deporte mundial, que no podrán aprender de estos caballeros, de estas lecciones andantes. Y tendré que explicarles, cuando sean mayores, que la peRFección no existe, pero lo que más se le pareció sobre una pista de tenis fue un suizo. Gracias, Roger.
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