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Qué distinta hubiera sido mi vida si Jerry Lewis no hubiera rechazado interpretar junto a Tony Curtis y Marilyn Monroe la maravillosa Con faldas y a lo loco. De ser así, el director Billy Wilder no habría coincidido con Jack Lemmon y, posiblemente, tampoco le hubiera ofrecido ser el protagonista de su siguiente film, El apartamento. Ahí es donde yo entro en la ecuación —y disculpen mi egocentrismo—. Sin la conjunción del talento de ambos genios jamás habría sido posible la creación de mi película favorita, la que más veces he visto (unas veintisiete, según mis cálculos: una al año desde que la descubrí con dieciséis) y la razón principal por la que considero a su intérprete como uno de los mejores actores de la historia del cine.
El pasado 8 de febrero se cumplían 100 años del nacimiento de Jack Lemmon. Un actor que comenzó su andadura a mediados de la década de los cincuenta, en pleno apogeo del Actors Studio y de tótems incontestables como Marlon Brando o Montgomery Clift. En las antípodas de ambos, Lemmon se erigió como el tipo idóneo para dar vida al hombre de la calle; personajes de carne y hueso, con sus defectos y virtudes, que lo acercaban al americano medio que acudía a los cines. Versátil y camaleónico, no era un galán, pero logró ser una estrella capaz de dar lo mejor de sí mismo en la comedia y el drama. Según Billy Wilder, el actor podía ser “La tía de Carlos por la tarde, el rey Lear por la noche y, entre medias, dar un concierto de piano”. Precisamente, Lemmon fue un consumado intérprete de este instrumento con el que, incluso, llegó a grabar un disco titulado A Twist of Lemmon.
Su primera oportunidad en la gran pantalla vino de la mano de George Cukor con la película La rubia fenómeno (1954). El anecdotario de Hollywood asegura que tras grabar una docena de tomas en las que Cukor le pedía menos intensidad, un contrariado Lemmon, que venía del teatro, le respondió: “Por Dios, voy a acabar no actuando en absoluto”. A lo que el director replicó: “Ahora nos vamos entendiendo”.
A partir de ese instante, el actor comenzó a forjarse una carrera repleta de personajes icónicos e inolvidables. Nadie mejor que él para escurrir los espaguetis con una raqueta de tenis, vestirse de mujer mientras huye de unos gánsteres o dar vida a un alcohólico en Días de vino y rosas. Tuvo la fortuna de que un director avispado —de nuevo, Wilder, siempre él— le hiciera coincidir con otro genio llamado Walter Matthau en la comedia En bandeja de plata. La buena química entre ambos intérpretes les llevó a repetir la experiencia hasta en siete ocasiones, convirtiéndolos en una de las parejas más populares y queridas por el público.
Jack Lemmon ganó dos premios Óscar, el primero como mejor actor secundario por Escala en Hawai (1955) a las órdenes de John Ford y el segundo, en una etapa mucho más madura, con el drama intimista Salvad al tigre (1973). A juicio de muchos, debió haber recibido un tercero por su papel en Missing (1982), donde se ponía en la piel de un padre desesperado por encontrar a su hijo desaparecido en Chile durante el golpe de estado de Pinochet.
Irma la dulce, La carrera del siglo, Avanti o La extraña pareja, la lista de títulos es abrumadora al igual que el talento de este actor único e irrepetible.
Apago las luces, me siento frente al televisor y vuelve a producirse el milagro. Un oficinista gris y apocado, una llave que corre de mano en mano, espejos rotos, navidades en blanco y negro y, por supuesto, la encantadora señorita Kubelick. “Yo vivía como Robinson Crusoe, era un náufrago entre ocho millones de personas, hasta que un día vi pisadas en la arena y la encontré a usted”. Jack Lemmon, Shirley MacLaine y Billy Wilder, los héroes que convirtieron un pequeño apartamento del barrio oeste de Manhattan en un refugio para todos los corazones heridos del mundo.