En 1929, en plena Edad de Oro de la novela detectivesca, el sacerdote y escritor inglés Ronald Knox elabora un decálogo con las reglas indispensables para componer un buen relato de misterio. Las más importantes determinan que el criminal tiene que aparecer en la parte inicial de la historia, que el lector no debe conocer sus pensamientos para evitar las pistas y que la participación de agentes sobrenaturales queda totalmente descartada. Unas normas muy discutibles que no invalidaban los imponentes logros que, tres años antes, había obtenido Agatha Christie con una de sus novelas más populares, El asesinato de Roger Ackroyd.
Aquí la reina del crimen convertía al asesino en narrador del relato y echaba por tierra todas las convenciones del misterio civilizado. La proeza de Christie daba buena cuenta de su inteligencia y capacidad analítica, y elevaba sus virtudes literarias más allá de los límites de un género tradicionalmente menospreciado.
Mi primer encuentro con la obra de Agatha Christie y el ‘whodunit’ anglosajón (contracción de la pregunta ‘Who’s done It?’, literalmente, ¿quién lo hizo?) fue a través de la adaptación que Sidney Lumet hizo de Asesinato en el Orient Express (1974). El entusiasmo que despertó en mí su pase televisivo me empujó a devorar los míticos volúmenes de la editorial Molino que mi abuelo atesoraba en su humilde biblioteca.
Una y otra vez, caía en las trampas y juegos de ingenio que la escritora planeaba en sus novelas. Conocí al Poirot literario, más impresionante si cabe que el interpretado por Albert Finney, también a la cotilla Miss Marple, tomé el té en caserones ingleses y viajé alrededor del mundo sin abandonar mi sillón de lectura. En todas y cada una de las ocasiones, fui incapaz de adelantarme a la resolución final del enigma.
Con el paso de los años, mi pasión por el género me ha llevado a perseguir cualquier novela, serie o película que tenga en su argumento una mansión campestre, jugosos secretos del pasado, cadáveres y un variopinto grupo de sospechosos. He visto infinidad de capítulos del Poirot televisivo (David Suchet), Los asesinatos de Midsomer y, mi favorita de todas ellas, Endeavour. No puedo esperar al momento final en que el detective reúne a todos los implicados en una habitación y, como si de un mago se tratara, consigue que las piezas encajen y el culpable salga a la luz.
En el año 2009, el director Rian Johnson, responsable de títulos como Brick, Looper y Star Wars. Los últimos Jedi, daba el campanazo de la temporada con su, ya clásica, Puñales por la espalda. La película se sumaba a la lista de ilustres whodunits cinematográficos como La cena de los acusados (1934), La huella (1972), El fin de Sheila (1973), Un cadáver a los postres (1976) y El juego de la sospecha (1986).
Con un reparto de lujo encabezado por Daniel Craig en la piel de Benoit Blanc, un detective inevitablemente “poirotiano”, el film se convertía en un pasatiempo irresistible en su mezcla proporcionada de juego de ingenio y elegante comedia.
El pasado viernes, Netflix se adelantaba a los regalos de Navidad e incluía en su catálogo la nueva aventura de Blanc, El misterio de Glass Onion. Una secuela construida como una matrioshka de múltiples capas, tantas como esa “cebolla de cristal” a la que alude el título original y que tiene su origen en una canción de los Beatles.
Su apetito referencial es abrumador y absolutamente desinhibido. En esta fiebre actual por la televisión de qualité, Johnson tiene los bemoles (¡aleluya!) de rescatar a un icono de la pequeña pantalla y de las viejas sesiones de mesa camilla y brasero.
La cinta homenajea a Angela Lansbury, la genial protagonista de Se ha escrito un crimen, en un cameo que ha quedado como el canto del cisne de una actriz descomunal.
¡Que tiemble San Pedro! El crimen y los asesinatos persiguen a la entrometida Jessica Fletcher allá por donde va, incluso después de dejar este mundo.