

Aprovecho que suena Rita Payés en mis cascos para robarle el título de una de sus canciones: Yo no digo que no. Esta tarde voy al concierto en San Pedro, mientras me preparo, me asalta la imagen de la alcaldesa votando no a la creación de una tarjeta turística para, cinco minutos después, anunciarla que iba a apoyar la creación de la tarjeta. Me da la risa floja, esa risa que es antesala de la náusea.
Y entonces me doy cuenta de la contradicción: -Por un lado -pienso-, aunque no reconozca de dónde viene la idea, al menos la ejecuta. -Por otro, siento cómo me sube el fuego por el estómago al recordar todas las veces que han utilizado mis ideas, mis performances, mis palabras… sin siquiera nombrarme.
Este último año ha sido particularmente duro en ese sentido. No, todavía no he aprendido a gestionar del todo la rabia. Si quiere acompañarme en esta digestión lenta, siga leyendo.
Como ustedes saben en diciembre de 2011, me casé conmigo misma. Lo que comenzó como una gamberrada se convirtió en un compromiso de vida. Desde entonces he llevado esta performance de autoamor por medio mundo: cientos de mujeres, cientos de altares, un documental, una película (La boda de Rosa), un libro (Me caso conmigo misma), entrevistas en medios nacionales e internacionales, incluida la BBC.
Catorce años preguntándome y preguntándonos: -Qué significa, de verdad, quererse a una misma?
Hoy, con alegría, veo autobodas multiplicarse por doquier. Ese era el sueño. Y parece que, por fin, florece. Estaba celebrando que me habían llamado de Málaga para celebrar el ¡Sí, me quiero! En el Festival Red Friday cuando al abrir la puerta de mi casa abierta me encontré que me habían robado todas mis plantas -esas que yo había regado, día tras día-, arrancadas de raíz.
Una reconocida marca de cosmética lanzó una campaña titulada Sí, me quiero, con un manifiesto prácticamente calcado al mío, registrado en la Propiedad Intelectual. Sara Carbonero en los mass media con un anillo de compromiso repitiendo las palabras que había criado durante 13 años. Sí, me quiero convertido en un slogan de marketing. Contacté con la empresa, me respondió su abogado con un mail digno de enmarcar. Busqué un abogado, mandamos un burofax y nos contestaron que PATATA. No hubo disculpas. No hubo diálogo. Solo la fría eficacia de quien cree que todo lo puede comprar.
No soy la única. En redes veo a otras creadoras enfrentarse a situaciones parecidas. Algunas lo interpretan como un elogio: “Si me copia Dior, será que soy buena”. Otras, como yo, sentimos que nos han saqueado el jardín sin dejar siquiera una flor.
Las creadoras estamos indefensas ante estas situaciones y el capitalismo arrasa con todo lo que se pone por delante con tal de conseguir guita. Nos llevamos las manos a la cabeza por la falta de escrúpulos de la IA copiando contenido de libros, blogs, papers... pero es que esto también pasa en el mundo analógico y no podemos hacer nada para protegernos.
Cuando investigas una idea, consigues bajarla a tierra y sientes la necesidad de compartirla con el mundo lo que más quieres es que crezca y se expanda, que se haga grande, que abra el debate, que se explore en profundidad y eso da una satisfacción enorme. Es verdad, no se paga con dinero el día que una mujer te dice que “le ha cambiado la vida” pero lo que no puedo aceptar —lo que no deberíamos aceptar— es que una empresa utilice nuestro trabajo, vacíe su sentido y gane dinero con lo que otras hemos sembrado.
Bien, pues con eso me quedo yo y todas las que como yo ven sus trabajos utilizados por grandes marcas. Somos la materia prima que las grandes empresas utilizan como quien tala un bosque para poner un parque eólico. Vienen, arrancan lo que necesitan y siguen caminando, sin mirar atrás.
¿Qué hacemos? ¿Abrimos ya el melón del trabajo de las creadoras? ¿Convertimos el “orgullo de que te copien” en una criptomoneda que pague facturas? ¿Nos metemos en una cueva? ¿O convertimos esta rabia en una solución creativa que nos ayude a todas?
“Yo que no digo que no, pero pienso que no, y si siento que no que no quiero sufrir más” espero escuchar estos versos bajo el maravilloso techo de San Pedro y ¡ojalá se me ocurra una acción colectiva para acabar con esta rabia que llevo dentro!
Y entonces me doy cuenta de la contradicción: -Por un lado -pienso-, aunque no reconozca de dónde viene la idea, al menos la ejecuta. -Por otro, siento cómo me sube el fuego por el estómago al recordar todas las veces que han utilizado mis ideas, mis performances, mis palabras… sin siquiera nombrarme.
Este último año ha sido particularmente duro en ese sentido. No, todavía no he aprendido a gestionar del todo la rabia. Si quiere acompañarme en esta digestión lenta, siga leyendo.
Como ustedes saben en diciembre de 2011, me casé conmigo misma. Lo que comenzó como una gamberrada se convirtió en un compromiso de vida. Desde entonces he llevado esta performance de autoamor por medio mundo: cientos de mujeres, cientos de altares, un documental, una película (La boda de Rosa), un libro (Me caso conmigo misma), entrevistas en medios nacionales e internacionales, incluida la BBC.
Catorce años preguntándome y preguntándonos: -Qué significa, de verdad, quererse a una misma?
Hoy, con alegría, veo autobodas multiplicarse por doquier. Ese era el sueño. Y parece que, por fin, florece. Estaba celebrando que me habían llamado de Málaga para celebrar el ¡Sí, me quiero! En el Festival Red Friday cuando al abrir la puerta de mi casa abierta me encontré que me habían robado todas mis plantas -esas que yo había regado, día tras día-, arrancadas de raíz.
Una reconocida marca de cosmética lanzó una campaña titulada Sí, me quiero, con un manifiesto prácticamente calcado al mío, registrado en la Propiedad Intelectual. Sara Carbonero en los mass media con un anillo de compromiso repitiendo las palabras que había criado durante 13 años. Sí, me quiero convertido en un slogan de marketing. Contacté con la empresa, me respondió su abogado con un mail digno de enmarcar. Busqué un abogado, mandamos un burofax y nos contestaron que PATATA. No hubo disculpas. No hubo diálogo. Solo la fría eficacia de quien cree que todo lo puede comprar.
No soy la única. En redes veo a otras creadoras enfrentarse a situaciones parecidas. Algunas lo interpretan como un elogio: “Si me copia Dior, será que soy buena”. Otras, como yo, sentimos que nos han saqueado el jardín sin dejar siquiera una flor.
Las creadoras estamos indefensas ante estas situaciones y el capitalismo arrasa con todo lo que se pone por delante con tal de conseguir guita. Nos llevamos las manos a la cabeza por la falta de escrúpulos de la IA copiando contenido de libros, blogs, papers... pero es que esto también pasa en el mundo analógico y no podemos hacer nada para protegernos.
Cuando investigas una idea, consigues bajarla a tierra y sientes la necesidad de compartirla con el mundo lo que más quieres es que crezca y se expanda, que se haga grande, que abra el debate, que se explore en profundidad y eso da una satisfacción enorme. Es verdad, no se paga con dinero el día que una mujer te dice que “le ha cambiado la vida” pero lo que no puedo aceptar —lo que no deberíamos aceptar— es que una empresa utilice nuestro trabajo, vacíe su sentido y gane dinero con lo que otras hemos sembrado.
Bien, pues con eso me quedo yo y todas las que como yo ven sus trabajos utilizados por grandes marcas. Somos la materia prima que las grandes empresas utilizan como quien tala un bosque para poner un parque eólico. Vienen, arrancan lo que necesitan y siguen caminando, sin mirar atrás.
¿Qué hacemos? ¿Abrimos ya el melón del trabajo de las creadoras? ¿Convertimos el “orgullo de que te copien” en una criptomoneda que pague facturas? ¿Nos metemos en una cueva? ¿O convertimos esta rabia en una solución creativa que nos ayude a todas?
“Yo que no digo que no, pero pienso que no, y si siento que no que no quiero sufrir más” espero escuchar estos versos bajo el maravilloso techo de San Pedro y ¡ojalá se me ocurra una acción colectiva para acabar con esta rabia que llevo dentro!