Aquella tarde mientras caminaba por las calles de Pozuel del Campo pude asistir a la desaparición de mis huellas en el reloj de arena de los últimos días de verano, sentí de nuevo algo parecido a la métrica aérea de un desvanecimiento. Enseguida me di cuenta, nadie podía verme, aquella escena tenía algo insólito, como si el mismísimo H.G. Wells de manera arbitraria me hubiera abandonado en ese punto del mapa, me hubiera convertido en el protagonista real del Hombre invisible.
Ni la condición casi divina del agua a punto de caer me iba a sacar de allí. Como si de una colección de postergaciones se tratase, dejé para luego la ceremonia de la resurrección, asistí a la imagen de un adolescente volando de los brazos de sus amigos al fondo de una fuente y me convertí en un actor mudo exiliado de la carne y el hueso, un centinela que vela por los incrédulos, y desde esa no existencia crepuscular, pude custodiar el secreto de una localidad que en forma de altar festivo se levantaba sobre un montículo y abrigaba tantas historias apasionantes como milagros cotidianos, de esos que cada vez importan menos.
Un dominó de casas encaladas, blanquísimas, se arracimaban sobre mares de carrascas, emergiendo como caprichosas islas del Egeo, orbitando sobre una iglesia de ladrillo a punto de ratificar la teoría de la gravedad, y latiendo con las pulsaciones desbocadas ante la posibilidad de que en cualquier esquina fuese a salir Anthony Quinn convertido en Zorba bailando un sirtaki delirante.
De repente, se iluminó la pantalla de mi teléfono, era mi querido Luis Rabanaque que me mandaba un mensaje desde el lejano Oregón para decirme que Pozuel es el pueblo de su infancia, o lo que es lo mismo, su pueblo. Y sus palabras tomaron forma, y aparecieron en mi cabeza como seres de un pentagrama de Kandinsky, su tío Pepe con el tractor, su tía Visita, sus primos, las subidas al castillo, las excursiones a la Cueva Negra con sus murciélagos, la amistad de aquellos días, la de Angelito, ese movimiento pendular que atraviesa el corazón como un relámpago de lucidez y melancolía.
Pero de todo lo que me escribió Luis, me iba a quedar con esto: “Sobre todo es el pueblo de Silvano, mi padre, el pozuelero que en los años cincuenta emigró a Zaragoza para trabajar en la construcción de la Romareda y que me dejó el orgullo de pertenecer a este lugar que adoro”. Y sentí un pellizco de emoción al leerlo, de esos que duelen y salvan. Luis tenía un refugio, un lugar en el mundo como el de Adolfo Aristarain.
Salí de Pozuel y empecé el proceso de corporeización, una contracción súbita, una percusión sanguínea, y sentí el tacto atávico del hierro incrustado en la roca, y de fondo el imponente Monte de San Ginés que vigilaba como cantaría José Antonio Labordeta: “Como un dios que ya no ampara”, y creí ver un molino de viento, aunque mi miopía me decía que más bien era un gigante, y me acordé de León Felipe. “…se vuelve a ver la figura/de Don Quijote pasar./Va cargado de amargura,/va, vencido, el caballero de retorno a su lugar”.
Y en ese punto, con el pueblo minero de Ojos Negros flotando sobre la Tierra oxidada, ella hizo una contorsión imposible, un escorzo, ajustó el objetivo y disparó la cámara como si fuera Nadia Comaneci en Montreal. La observaba mientras seguía el ritmo hipnótico de Yann Tiersen con los labios, y me dijo muy seria que siempre había querido ser Rutger Hauer para decirme aquello de que: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”. De pronto el cielo se partió en dos en un prodigio de velocidad supersónica y se derramó con violencia sobre nosotros la tormenta perfecta.