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Rumba Rumba
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Por Noemí López
 

“Cuanta más gente conozco, más me gustan los perros”. He oído decir esta frase a mi padre muchas veces y según voy avanzando en edad, va cobrando más y más fuerza, más teniendo en cuenta los tiempos que corren.  Aunque a quien no sea un amante de los animales puede parecerle un sinsentido, es fácil estar de acuerdo cuando hemos estado en contacto con alguna mascota en nuestra vida.

La llamé Rumba: Rumba porque entraba en el corazón como el ritmillo alegre que se mete en el cerebro y que invita a dar palmas. Rumba porque haciendo honor  a su nombre, taconeaba contenta cuando entendía que le esperaba un paseo por la mañana o por la tarde. Rumba porque fue alegría de vivir, como cantó Peret.

Lo nuestro fue una historia de amor a primera vista que muchos comprenderán, de las de esta época en la que las relaciones se forjan vía internet:  Chica busca perro. Chica ve foto de perro en una red social con su mejor perfil ensalzado, para gustar fácil; sonrisa de oreja a oreja, con diente brillante,  para que se intuya simpatía y buen físico;  peinado-despeinado que cae sobre los ojos, que se vea que está así de arrebatador en cualquier momento, sin planearlo, tope natural;  pose graciosa, que se sepa que conmigo lo vas a pasar muy bien, nena. Cupido lanza su flecha y chica decide que quiere conocer a ese perro (que finalmente era perra) y hacer que comience el romance.

Siempre he tenido debilidad por los perruchos, esos que califican como mestizos porque son el resultado de tantas historias de amor interraciales que solo en algunos casos permiten deducir el origen de alguno de sus antepasados: un color, tamaño, unos rasgos. Como con los humanos, por alguna razón se ha tendido a menospreciar a aquellos que son difíciles de clasificar, dejando la injusticia y la indiferencia caer sobre ellos. Pienso que caminan con más gracia, sin esa altanería que a veces transmiten los perros de raza, tan perfectos en sus proporciones y sus características estándar. A veces parece que sepan que les miran, como los instagrammers o las estrellas de Hollywood, pendientes de cada paso que dan y cada prenda que se ponen.

 Ella era rubita de pelo largo, con unos ojos avellana que parecían pintados con kohl oscuro y rimmel. Flacucha porque la vida en la perrera no daba para engordar el michelín. Miedosa porque solo conocía el mundo desde su chenil hasta el muro del patio. Desconfiada, porque en realidad por allí no pasaba tanta gente.

Llegó en un punto de mi vida muy ilusionante en el que la juventud dio paso a la madurez. Ella significaba un cambio de vida, asumir responsabilidades de buena gana, buscar un vínculo con un lugar y con un momento. Llegó en un furgón de reparto con letras grandes para que se supiera bien la compañía, en una jaula enclenque llena de papeles mullidos que la había transportado desde la perrera hasta mí. “Qué animalico tan bueno, no ha dicho ni mú en todo el viaje”- dijo el repartidor, un ex famoso que se sacaba las castañas del fuego repartiendo paquetes por la zona tras una carrera terminada con poco provecho. “Empezamos bien – pensé tras oírlo,- esa cara de buena no engañaba.”

La saqué de la jaula, porque el repartidor se la tenía que llevar de vuelta, y le puse el collar y la correa que había comprado esperando su llegada. La dejé entrar en casa. Tímida y miedosa, caminaba despacio con el rabo entre las patas, inspeccionando el lugar. Subió al sofá. “Bien, va cogiendo confianza.” Se hizo pipí en el sofá. “Vaya, demasiada confianza ha cogido.”   

Rumba aprendió a subir y bajar escaleras, a correr, a jugar, a quererme a mí y a todos quienes me querían. En el proceso perdimos algunas patas de mesa, varias sandalias, unas cortinas y yo aprendí la envidiable capacidad de los perros de vomitar todo aquello que no toleran. Deberíamos de ser capaces de echar de dentro de nosotros  todo aquello que, aunque nos haya hecho pasar un buen rato, termina por hacernos daño. Dejarlo fuera para siempre y no volver a tocarlo nunca más.

También constaté que en la naturaleza del perro, no únicamente en la humana, está la capacidad de querer y perdonar. Me alegra pensar que durante sus años con nosotros, fue feliz. Me entristece recordar que cuando mi vida cambió de rumbo, dejó de vivir conmigo para vivir con mis padres. “Yo quiero ser perro en casa de los López”, nos ha dicho más de un amigo que nos conoce bien. Puede que sea uno de los mejores lugares en los que caer si tienes cuatro patas, pero no puedo evitar pensar que cuando mi vida se fue acercando a lo que es ahora, decidí que tendría más y mejor atención con mis padres que conmigo, del mismo modo que no puedo evitar sentirme mal por no haberlo intentado. Sé que ese gran corazón canino nunca me lo tuvo en cuenta.

Seguimos compartiendo paseos de vez en cuando, chica tira palo-perrita devuelve palo. Aunque el tiempo que le dedicaba se redujo mucho, siempre me recibía con saltos de alegría. Se tumbaba a mi lado, dándome con la cabeza en la mano para pedirme sin palabras que le hiciera caricias. Me miraba con sus ojos con rimmel parpadeando como las chicas de los dibujos animados de los años treinta, en blanco y negro y como a cámara lenta para que no pasara el tiempo.

Pero el tiempo pasa, y la vida de un perro corre más rápido. Sin darnos cuenta Rumba se fue, con la edad suficiente para que su marcha fuera comprensible pero con la sensación de que su compañía había sido demasiado corta. Y aunque llorar a un perro en un mundo como este, que nos da motivos mucho más serios para hacerlo, puede resultar incoherente para muchos, creo que cualquiera puede entender cuánto se extraña a un amigo que se pierde.

Te echo de menos, amiga. Vuelvo a  lo que  cantó Peret, y a lo que tú me enseñaste con tu rumba: hay que mirar al mundo con alegría, tratarnos todos con simpatía, porque la vida volando pasa. 

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