Nochevieja en Nueva York. Tom Burke eleva su mirada hacia el cielo. Una mezcla de copos de nieve y confeti golpea su rostro. La bola ha descendido del edificio del New York Times anunciando que el mundo ha entrado en 1948, mientras los grandes altavoces instalados al pie del rascacielos escupen las notas de Auld Lang Syne. Alrededor de Tom, la multitud se abraza, se besa y canta con voz de borracho. Hay hasta marineros, si, marineros. Hace tres años que la guerra terminó, pero los chicos de la marina todavía no han desaparecido de la estampa festiva de la ciudad. Sonríe al verlos. Es una de las pocas cosas que esa noche le ha hecho esbozar una sonrisa.
Entre la cortina de nieve distingue la puerta del Madison. Hay un importante trasiego de gente entrando y saliendo del hotel. Esa noche las fiestas bullen por toda la ciudad, pero Tom solo piensa en llegar a su habitación y tumbarse en la cama. Mañana será otro día y tiene pensado abandonar la ciudad. Hacia el norte, siempre hacia el norte, donde esa gente que lo encerró en un sanatorio en California, cuando terminó la guerra, no pueda encontrarlo. Aquellos que no creyeron que lo sucedido en Saipán fuera obra del diablo.
Trastabillándose, sube por la escalinata de piedra que conduce a la puerta. Agota el bourbon de un solo trago y arroja la botella al suelo. No se rompe. La nieve ha cuajado, y la botella se queda clavada en ella. Cuando se derrita, será solo otro recuerdo de una noche de excesos.
Hay una fiesta en el hall del hotel. Cuarenta o cincuenta personas, la mayoría clientes, bailan al ritmo de una orquesta. Más confetis, matasuegras y gorritos ridículos. Sin hacer caso de la fiesta, se dirige hacia la recepción. La orquesta interpreta The Old Lamplighter, mientras las parejas se mueven como guiadas por unos hilos invisibles. De entre ellas, aparece una bella joven que camina en su dirección.
—¿Le apetece bailar, soldado?
No es muy alta, rubia, lleva un peinado con uno de esos flequillos peekaboo que le confiere un parecido razonable con Verónica Lake. También luce un estiloso vestido satinado de un azul brillante, sujeto por un broche en el centro de su pecho. Afortunadamente ni matasuegras ni sombrerito ridículo. En sus brazos, dos guantes hasta el codo que hacen juego con su vestido. Un pitillo en una boquilla corta en su mano derecha y, en la izquierda, una copa de champán.
—¿Cómo sabe que fui soldado, señorita?
—Por sus ojos. Todos tienen la misma mirada. Esa mirada triste y lejana. ¿Quiere bailar o no?
Tom Burke empieza a temblar. Todo vuelve a empezar, una y otra vez, todo se repite constantemente. Sabe que es irreal, que esa conversación no se está produciendo, que esa señorita no está realmente allí. Son los espectros del pasado que lo persiguen, que lo atormentan desde que descubrió lo que nadie tenía que descubrir, desde que vio lo que nadie tenía que ver. Saipán, otra vez Saipán.
En la compañía, habían escuchado historias sobre las carnicerías que los soldados japoneses estaban cometiendo mientras se retiraban de la isla. Se hablaba de que torturaban y asesinaban a la población local, sobre todo en escuelas e iglesias. Pero nunca pensaron que un día se encontrarían con una de esas carnicerías allí, en el interior de aquella selva húmeda. Ya les llamó la atención el silencio sobrecogedor que envolvía aquel edificio de madera, en las afueras de un poblado destruido y desolado, mientras se acercaban a él en posición de combate. Tom recordaba que hizo una señal con la mano a Bob Lacross y a Jack O´Brady, para que avanzaran en pinza hacia la escalinata que conducía hasta la puerta principal del edificio, mientras con otro gesto, indicaba al resto de la compañía que permanecieran en sus posiciones, por si tenían que cubrirles las espaldas.
Era una escuela. Fue él quien entró en su interior. Fue él quien descubrió a los niños, mujeres, ancianos y hombres. Pero aquello no pudieron hacerlo los japoneses. Ni ningún ser humano. Como no eran humanos los símbolos, escritos con sangre, que decoraban las paredes de la escuela. Recogió una daga Tanto japonesa que alguien o algo monstruoso había dejado abandonada en la entrada, como si buscara que él la encontrara. No pudo recordar nada de lo que sucedió después. No sabía ni quién, ni por qué, había ejecutado a todos sus compañeros. Ni por qué vagó durante días por la selva, desnudo y cubierto de sangre, con esa daga en la mano, hasta que un destacamento de reconocimiento lo encontró. Y él les dijo, que aquello solo lo podía haber hecho el diablo. Pero nadie le creyó. Y terminó en un sanatorio.
—No, señorita. No quiero bailar…
Está en su habitación. La señorita y la orquesta se han desvanecido. En ocasiones le pasan esas cosas. Lleva la llave en su mano, habitación 666, que arroja sobre la cama. Enciende la luz y se dirige al lavabo. Ahuecando las manos, coge un poco de agua y se lava la cara. Se mira en el espejo. No se reconoce.
Camina hacia la ventana. La nieve sigue cayendo sobre la calle 33. El edificio de enfrente parece ser otro hotel. Hay luz en muchas de las ventanas, pero él se fija solo en una. La señorita del hall, la señorita que se parece a Verónica Lake, está haciendo un baile sugerente delante de un hombre sin rostro sentado en una silla. ¿Cómo puede ser? Esa señorita estaba en su hotel, y sin embargo, ahora…
El hombre sin rostro se levanta de la silla y camina hacia la señorita, que ahora parece que está intentando abrir el broche de su vestido. El hombre sin rostro lleva algo en la mano, si…, agarra a la chica por el pelo, mientras corta su cuello con una especie de daga. La sangre salpica en la ventana.
Tom Burke está paralizado. No puede ni moverse. Están golpeando la puerta de su habitación. El hombre sin rostro le mira. Alguien derriba la puerta. Escucha pasos que se acercan a él. Lo reducen y cae al suelo. Un objeto metálico escapa de su mano.
—¡No he hecho nada! ¡Yo no he hecho nada! ¡Ahí enfrente! ¡Lo he visto por la ventana! ¡Un hombre! ¡Un hombre ha matado a una señorita!
—¿Qué ventana?— pregunta la voz de uno de los hombres—. Ahí no hay ninguna ventana. Solo una pared y un espejo.
Tom Burke levanta la cabeza y mira hacia la cama. Sobre ella, distingue un mechón de cabello rubio. Extraños símbolos dibujados con sangre decoran las paredes. En el suelo, un bonito vestido satinado de color azul. ¡Oh, no! Otra vez volverá a empezar todo. Otra vez tendrá que explicar que, como sucedió en Saipán, todo aquello lo hizo el diablo.