Por Eva Fortea Báguena
Mi llegada a aquel lugar tuvo que ver directamente con que, en uno de mis arranques incontrolados, mandara a la mierda a mi padre.
No era la primera vez, pero eso sí, en esa ocasión lo hice mirándole directamente a los ojos, manteniendo la barbilla alta en actitud retadora, según palabras de mi progenitor.
Si algo he de agradecerle es que, en cada una de nuestras discusiones, conseguía enriquecer mi vocabulario, imagino por supuesto, que sin buscarlo conscientemente.
Adjetivos como displicente, chulesco, indolente o apático se habían ido sumando en los últimos meses a la descripción de mi conducta, sin que yo llegara a prestar atención a unos términos demasiado sutiles en comparación con el lenguaje que manejaba fuera de las cuatro paredes de mi casa. Supongo que el hombre no lo hacía a propósito, simplemente él hablaba así.
Lo cierto es que aquel “vete a la mierda”, acabó con su paciencia, pero él lejos de resolver las cosas a mi modo, es decir pasando directamente al plano físico en el que un empujón acompañado de un “déjame en paz”, me hubieran dejado clara la situación, prefirió pronunciar una de sus retahílas con las que yo desconectaba mi cerebro automáticamente: “Se acabó hacer el zángano, no te voy a permitir que seas un holgazán, un gandul, un poltrón, un mandria o un bigardo, y como ya tienes edad para hacerlo, este verano vas a trabajar, te ha llegado el momento de laborar, trajinar, bregar o como decís ahora, currar”. Fue esa última palabra la que me sacó de mis ensoñaciones, haciendo que la musiquilla que tarareaba incesantemente en mi cerebro, esperando que acabara aquel rollo horrible, cesara abruptamente, por cierto, otras dos palabras que también había aprendido de él.
A juzgar por su sonrisa, mi padre debió notar que el dardo había hecho diana en su presa, o sea en mí, y disfrutó durante unos segundos de mi desconcierto, turbación y ofuscación, (¿es posible que esté hablando como él?), aunque aquello solo duró lo que tardé en responder con un irónico “vale, lo que tú digas”, que dejaba claro lo poco en serio que me estaba tomando su decisión.
La sorpresa llegó a la mañana siguiente, con el madrugón; apenas serían las once y media cuando entró en mi habitación y como un torbellino, remolino, ciclón, tifón, huracán o ventolera, subió la persiana dejando que entrara la luz del amanecer y abrió la ventana, renovando el aire viciado de mis escasas e insuficientes once horas de sueño.
Un “¿Pero qué haces, tío?”, fue lo único que acerté a balbucear, mascullar o farfullar (joder con sus palabrejas que se me cuelan sin darme cuenta). Lo que me respondió no lo recuerdo exactamente porque si duermo poco no puedo pensar bien, pero en resumen lo que vino a querer decirme es que me había ahorrado los trámites del INAEM, que creía que un trabajo de cara al público me vendría bien y por eso había decidido que trabajar de dependiente era lo más adecuado, apropiado e idóneo dado el talante pendenciero del que hacía gala últimamente.
Traté de obviarlo, soslayarlo o eludirlo (estos verbos también son culpa suya), y darme la vuelta en la cama para seguir durmiendo, pero no lo conocéis cuando se pone intenso. En diez minutos tenía la mochila preparada, solo le faltó peinarme y lavarme la cara.
Ya en el coche fui reaccionando, “¿se puede saber que has metido en la mochila? El centro comercial está solo a diez minutos de casa y además hay supermercados, aire acondicionado, wifi, música y cines, y supongo que mi horario será de 10 a 1 más o menos, ¿no?, así luego puedo quedar allí con mis colegas.
El silencio tenía que haberme alertado, pero no fue hasta que vi pasar el centro comercial por la ventanilla y observé cómo los edificios y construcciones poliédricas se iba quedando atrás cuando reaccioné y quitándome los auriculares le espeté, “¡pero que te has pasado, no te enteras de nada, tío!”. Él no desvío la vista de la carretera ni un milímetro.
Ciento veinte kilómetros por carreteras llenas de curvas y baches y hora y media después, llegamos al pueblo. Yo no había vuelto por allí desde que era un crío, cuando falleció mi abuela y mis padres cerraron la casa. Mi padre aparcó el coche en la plaza y paró el motor.
-¿Qué hacemos aquí? – pregunté quitándome los auriculares y poniendo voz y cara de asco.
- Yo traerte, portearte o transportarte hasta aquí y tú presentarte a una entrevista de trabajo –respondió mientras bajaba del coche. - Mira, eso de ahí es el ayuntamiento, dentro encontrarás al secretario y a la alcaldesa, que por cierto es mi prima, necesitan un gestor para el multiservicio rural, así que si quieres comer cada día, espabila y consigue el trabajo y si no, tú mismo. La llave de la casa de los abuelos ya está en la puerta, aunque no sé en qué estado la encontrarás. Ya nos veremos.
Y allí me dejó, en la plaza vacía, con la mochila a los pies y los auriculares mudos en mis orejas.
En apenas dos semanas abrimos la tienda, apenas doce metros cuadrados donde se podía comprar casi de todo y a un precio tan competitivo como en un Duty Free, eso lo dijo mi padre en su primera visita, y más le valía haberse callado porque desde ese día, mi nombre de pila pasó al olvido y todos me llaman “Duty”.
De eso hace ya veinte años y a día de hoy sigo viviendo en el pueblo con mi mujer y mis dos hijos. Mis padres y mis suegros vienen en verano, Semana Santa y Navidad.