Nadie pensó nunca que un lunes por la noche en pleno mes de julio cientos de miles de jóvenes de toda España volverían a ser felices poniéndose delante de la televisión. Todavía más remoto puede llegar a parecer que lo que esta inusual, aunque numerosa audiencia -entre la cual me incluyo-, estaba esperando no era el estreno de una nueva serie internacional en la que saliesen los más famosos actores del momento, ni la última temporada de las siempre interesantes vivencias de cierta mujer de futbolista portugués que presume de haber pasado de vender bolsos a regalarlos. Los jóvenes españoles estábamos ansiosos por ver de nuevo en nuestras pantallas, ni más ni menos, que a Ramón García en la televisión pública nacional. El Grand Prix, infancia para muchos, estaba de vuelta.
Sin vaquilla -algo que generó cierto revuelo entre los más melancólicos-, pero con muchas novedades, el programa regresó por todo lo alto, con unos datos de audiencia superlativos.
Y es que para toda una generación de españoles, más acostumbrados al consumo de plataformas que ofrecen todo tipo de contenido audiovisual a la carta que a la televisión convencional, el regreso del Grand Prix suponía una vuelta a esos veranos inacabables de hace no tanto tiempo, en compañía de benditos abuelos que encontraban un momento de descanso cuando Ramón García presentaba a los dos pueblos contrincantes.
El reestreno del programa me hizo pensar en que ya no soy aquel niño que se decantaba por el equipo amarillo o por el azul. El tiempo desde entonces hasta ahora se me ha pasado volando y casi sin darme cuenta me he convertido en periodista. De hecho, también casi sin darme cuenta, hoy me estreno en este espacio de opinión. Dudo mucho que lo haga con el mismo éxito que lo hizo la semana pasada el show de Ramón García, aunque estoy seguro de que lo hago con la misma ilusión de aquel pequeño telespectador que cada lunes de este verano viajará de nuevo a su infancia de la mano del Grand Prix.