Hace mucho tiempo, una personalidad muy importante de nuestra ciudad me dijo que no pensaba gastarse el dinero de todos los ciudadanos en mi exclusiva necesidad de eliminar las barreras arquitectónicas de un edificio indispensable para mí. Yo era tremendamente joven, pero ya tenía claro cuáles eran mis derechos y con el tiempo no le quedó más remedio que tragarse sus palabras e invertir lo necesario para cumplir la ley.
Sin embargo, el daño en mi conciencia estaba hecho. Desde entonces, a pesar de mi carácter reivindicativo, me siento culpable cada vez que consigo un objetivo en la accesibilidad de nuestro entorno urbano, si con ello se ocasionan algunas molestias a otras personas que no tienen movilidad reducida. Pero se me pasa pronto, los años y la experiencia me han enseñado que todos debemos convivir cediendo alguna parcela de nuestro bienestar en beneficio de los derechos de los demás.
Sin ir más lejos, aunque a muchos se les llena la boca con la expresión “accesibilidad universal”, la eliminación de barreras no es igual de cómoda para todos. Por ejemplo, los cambios de rugosidad en una acera son muy molestos para las personas que nos desplazamos en silla de ruedas. No obstante, son muy necesarios para las personas invidentes ya que esas estrías o puntitos indican la existencia de rebajes o la llegada a una parada de autobús.
Por eso es necesario que se acometan acciones públicas que mejoren nuestra vida diaria conforme a la normativa en vigor, pero también es importante contar con los distintos colectivos afectados porque el mejor técnico del mundo no es capaz de entender, ni de lejos, las dificultades con las que nos encontramos día a día. Yo misma he estado al frente de una asociación de personas con todo tipo de discapacidad y todavía no soy capaz de ponerme por completo la piel de las diversidades funcionales diferentes a las mías.
Por eso debemos practicar la empatía a menudo y no juzgar ninguna situación, por muy incómoda que nos resulte, hasta no saber por qué las cosas son así y no de otra manera.