Sol se quedó sin padre, sin madre y sin hermana el mismo día, a la misma hora. Un kamikaze enfadado con la vida se los llevó a los tres para siempre cuando él perseguía justamente lo contrario, quitarse la suya y desaparecer del mapa. Qué irónica e injusta que puede llegar a ser la vida cuando se lo propone
De la desgracia familiar han pasado ya siete navidades. En todo este tiempo, Sol entendió que podía volver todas las veces que quisiera a la casa familiar, pero que aquellas paredes ya nunca volverían a recoger un hogar y no le devolverían jamás lo que tanto de menos echaba. “Podía volver, claro que podía, pero volver ¿a dónde?”, se machacaba.
Decía León Tolstoi que la felicidad consiste en apreciar lo que tengo y no desear con exceso las cosas que no tengo.
Por pura supervivencia, Sol cambió la tradición navideña por servir la cena de Nochebuena a los sintecho en un centro cultural de su ciudad, y lo que parecía un desierto resultó ser el camino más hermoso y verdadero que ha encontrado: el suyo propio. Entonces todavía desconocía si estaba a las puertas de un terrorífico final o de un precioso comienzo.
En una de aquellas atípicas Navidades se cruzó con Matías, un octogenario que encadena más de treinta años consecutivos durmiendo de portal en portal.
Con una serenidad que asombraba, le contó que trajo un hijo al mundo hace cuarenta años, pero no quiere saber nada de él. Y, a pesar de las circunstancias, para él todo está bien.
¿Cómo es posible que pienses que tu vida está bien?, le preguntó Sol, extrañada por la paz que desprendía el abuelo.
Matías le respondió sin titubeos. “Porque cuando no puedo solucionar una situación en el exterior la resuelvo en mi interior, cambiando de actitud hacia esa circunstancia. Simplemente varío o corrijo las cosas que dependen de mí, y aquello que no puedo cambiar lo acepto... y me adapto a ello”.
Así fue cómo Sol entendió que ningún ser humano, tampoco ella, puede controlar todos los escenarios o situaciones externas que se les presentan en el largo camino que es la vida.
Sin embargo, aprendió a controlar su actitud y las emociones que siente ante aquellas circunstancias que le han tocado vivir por imposición. Por eso, todo está bien para Matías.
Sol se propuso aplicarse a sí misma la mejor lección de vida que había aprendido fuera de las aulas y comprobó cómo, en un tiempo, todo volvió a su sitio: los amaneceres, los muebles, los cuadros, las amistades, las flores, la luz. Y brilló, volvió a brillar, cuando pensaba que nunca volvería a sentir aquella felicidad que tanto anhelaba.
Estoy convencida de que en más de una ocasión ha pensado sobre qué buena suerte tiene Menganito y qué mala suerte tengo yo siempre.
La película Luck hace una extraordinaria reflexión sobre el azar y la casualidad y nos estimula para confiar en nosotros mismos a través de la historia de Sam, una chica con muy, muy mala suerte. Si no la han visto, les invito a hacerlo.
A Sol le quemaba más que su propio nombre las miles de veces que la gente de la calle, siempre la misma gente, le taladraba con el mismo mantra: no es justo, no te lo mereces, con lo buenas personas que eran, se pudo haber matado él.
Y aprendió a ver la vida en su conjunto, como si volara y pudiera contemplarla con súper poderes por encima del planeta. ¿Acaso se merecen los ucranianos tener que huir de su país? ¿Alguien merece morir de cáncer? ¿Merecemos tener la nevera llena cuando fuera, en la calle, hay gente que come lo que encuentra en la basura?
La vida no entiende de repartir justicia y no se puede controlar. La vida es y ya, y uno solo puede vivirla en su mejor versión con las cartas que le han repartido al jugar. Y si algún día te preguntas por volver, ¿volver a dónde? Busca dentro de ti y ahí, justamente ahí, encontrarás la respuesta.