La vida tiene un núcleo, un eje, un epicentro del que todo sale y al que todo vuelve: el bar, ese paraíso terrenal al que se puede ir a cualquier hora de cualquier día porque, dentro, uno siente que (casi) nunca estorba.
El bar es el último refugio espirituoso, sostenía Jorge Berlanga con un vodka sobre la madera. Karmelo C. Iribarren lo define como “lo mejor que hay en el mundo” porque “allí me siento y observo”. No puedo estar más de acuerdo: uno puede llegar sin conocer a nadie que siempre encuentra conversación. Otro puede traer un disgusto grande agarrado a la garganta que, con una copa, la pena se va disolviendo. Están los que, delante de una cerveza, dejan que el tiempo pase sin hacer nada, observando hacia un lado y hacia el otro. Allí van hasta a mirar la lluvia, aunque no haya nubes. La música, la tele, acompañan de fondo sin pedir nada a cambio, ni siquiera que la escuchen.
No hay hora mala para ir. ¡Ni las iglesias están abiertas tantas horas! Al bar se va siempre que se puede y con quien se apunte: con los colegas, con el pariente, con los del curro; con los hijos; con la suegra, hasta solo. ¿Qué tiene de malo que un hombre se haga compañía a sí mismo?
Hay bares refugio, donde se va a por consuelo. Bares de estudiantes, donde estallan las primeras revoluciones. Para echar el café y leer periódicos; hay pubs, tabernas, garitos, hasta antros que nos mecen de madrugada en sus entrañas. Si las paredes hablasen...Testigos silenciosas de grandes (y terroríficos) secretos. Les confesaré que de ellos he sacado más y mejor información que de muchos despachos oficiales.
La barra del bar tiene otro efecto, el mismo que la muerte, y es que iguala a los humanos: ricos y pobres, casados y solteros, mozos y menos jóvenes. Todos entramos en los bares con el pensamiento puesto en ahuyentar las depresiones, en estrangular la amargura. Vamos a pasárnoslo bien.
Me gustan todos los estilos, pero me pirran los de toda la vida. En el mío, Tito me estira el botellín (el más frío de la nevera) y me lo coloca en la mano antes de soltar el bolso. María, la cocinera, que es su madre, se agarra el pelo en la coronilla con una pinza mientras se chuperretea los dedos y canta a pleno pulmón el menú del día. Casi siempre esconde una sorpresa. “¡Qué majo me ha quedado el postre!”. Yo sonrío mientras imagino qué maravilla habrán creado esta vez las manos de esta mujer y me digo para mis adentros que vocación de servir a los demás es esto y poco más. Qué pequeña soy a su lado. Qué potajes. Qué tarta de queso. Menuda diosa: ella sola es capaz de calmar el rugido de decenas de estómagos que la buscan, todos sobre la misma hora, para que les mate el hambre.
También pasa que los bares son un reflejo vivo de la historia de un país. Detrás de su barra debatimos sobre los cambios que se producen (¡la que se lio cuando se prohibió fumar!); hablamos mucho -y más de la cuenta- de las tensiones políticas (“la hija del pepero festeja ahora con uno de Podemos”); compartimos el dolor -el ajeno y el propio- y celebramos todas las victorias. Qué de tragos hemos echado con Rafa Nadal en la pista de juego.
Dice mi amigo Juan que no sabe qué tienen los bares que todo lo curan. Que cuando nada en el exterior funciona, uno va a su encuentro y las piezas encajan solas. Los bares son sitios donde hemos sido y donde somos inmensamente felices.
Por eso hoy les propongo que dibujen un cuadro imaginario, cada uno el suyo, con imágenes de todos los bares por los que ha ido transitando a lo largo de la vida. Hágalo, aunque no sea de bares, o incluso si ya ha dejarlo de serlo.
Yo sonrío al repasar mi particular lámina que se fragua en Andorra, que crece en Pamplona, que se agranda en Extremadura, que se multiplica en Madrid y que ahora permanece grabada a fuego en la parte más selecta de mi frágil memoria.