Mario tiene once años y es el hijo mayor de Lucía. Un sábado cualquiera le hice la pregunta más estúpida que se le puede hacer a cualquier zagal, qué quiere ser de mayor, a lo que me respondió sin pestañear. “Lo que más me gusta en el mundo es ser portero, como Íker Casillas. Si no, pues youtuber. También me gustaría ser oncólogo. O desarrollar una aplicación parecida al TikTok”.
El aplomo de su respuesta me dejó tiesa. ¿Oncólogo? ¿Y por qué te gustaría ser oncólogo? “Oncólogo, sí, porque mi amigo Julio se murió de cáncer. La vida es así, pero a mí me gustaría poder curar a los niños con cáncer y esos médicos se llaman oncólogos”. Suelta el balón de la mano y lo chuta. La vida es así.
Sentadas en un banco de un parque de Madrid, Lucía, su madre, me desglosa el proceso que atravesó la clase de Mario con la enfermedad de Julio, que con nueve años la vida le puso frente a un linfoma de Hodgkin. El chiquillo aguantó un curso entrando y saliendo del hospital, y cuando la quimioterapia le lamió todos los rizos que le cubrían la cabeza, la profesora María cambió la clase de música por una de peluquería y todos los chicos se raparon el pelo. Como Julio. Por Julio.
La señorita encargaba cada día a un alumno apuntar los deberes para acercárselos a Julio, y esa tarea diaria y compartida de ayudar al colega enfermo contribuyó a que el rendimiento escolar de la clase se multiplicara. Todos querían entender lo que se explicaba simplemente para, por la tarde, poder explicárselo a Julio y conseguir que el amigo no se quedara atrás.
La enfermedad galopó rápida por el cuerpo del chaval, que se apagó definitivamente hace dos años y tres meses. Desde entonces, Mario se despierta muchas noches pensando en su amigo muerto. ¡Julio! ¡Julio! Grita en voz alta el nombre de su colega, como si el silencio tormentoso de la noche le pudiera devolver algo de lo que se fue.
Su madre llega para darle consuelo y le confiesa que lo nombra en alto por si Julio lo oye desde donde ahora vive y puede enviarle algún mensaje de alguna forma. Al crío le preocupa si en ese nuevo sitio le seguirá doliendo tanto todo el cuerpo como le dolía aquí, si hay más chicos de su edad, qué se come allí y dónde duerme, si él ha atravesado las nubes cuando viajó una vez en avión y no vio ninguna cama.
El martes se celebró el Día Internacional del Cáncer Infantil y en clase de Julio sus compañeros conversaron sobre él con la profesora María. Hablaron acerca del dolor, de lo difícil que es gestionar la ausencia, de la muerte, también de la vida, y de lo importante que es para todos imaginarse ahora a Julio libre como el viento; libre como un pajarillo; libre, sin cables ni quimioterapia.
Mario tomó la palabra y contó algo más o menos así. Que desde que Julio se murió ha perdido el miedo a la muerte, porque lo que quiera que sea el cielo allí estará su amigo esperándole cuando él llegue. Que le da pánico que a él también le mute una célula y enfermar de cáncer. Que hay que dar las gracias porque todos están sanos y están vivos porque lo más importante en la vida no es tener dinero, es la salud. Y que estar sano o estar enfermo lo decide el azar, así que hay que celebrar la suerte que tienen de no sufrir ninguna dolencia.
El chaval se debió sentar en su pupitre con muchas más cosas dentro, por eso la profesora María se le acercó para decirle que no se preocupe, que Julio no está solo, que está acompañado, que sus abuelas se murieron mucho antes de que él naciera y que lo cuidarán hasta que se reencuentre con sus papás. Que él no querría que anduviera tan preocupado y que lo mejor es que esté tranquilo. “¿Cómo lo sabes?”, le soltó. “Porque es así”. A lo que Mario le respondió con la pregunta que lleva dos años queriéndole hacer: “¿Pero en el más allá hay videojuegos para jugar?”.