Atravesamos los restos del verano iniciando un largo adiós, y ponemos rumbo a la última frontera como el que se adentra en un paisaje vaporoso de William Turner, y de fondo nos acuna la vibración microscópica de la voz del Sr. Chinarro que nos dice: “Sigue y déjate de hablar de principios y finales. La historia no está ni bien ni mal, son sólo efectos especiales”.
Así llegamos a Alcorisa que se vuelca a contraluz sobre su río de asfalto. Allí nos recibe la sonrisa ancha de Mari Luz que me hace pensar en la que un día tuvo la Amanda que recordará para siempre Víctor Jara, y la enciclopédica mirada de Cristóbal que como un D´Alembert del siglo XXI vuela de un lado a otro con sus alas frágiles pero irreductibles. Y se reavivan viejos vínculos y aterrizan nuevos sueños, se acomodan entre nosotros Picasso en Horta de Sant Joan, el Circo Badin, el escultor José Azul, las batallas perdidas en Gandesa y las charlas que abrigan los corazones solitarios en Tronchón, una ceremonia efervescente de historias en cascada que nos recuerdan de pronto que estar vivos es una maravillosa oportunidad llena de peajes.
Salimos de Alcorisa y sabemos que a veces ni el entusiasmo es capaz de inmunizar la erosión de los cimientos del tiempo, pero seguimos adelante porque nos impulsa un sentimiento atávico de búsqueda, continuamos el viaje como si fuera un trance hipnótico, el único posible. Estamos en La Fresneda y en manos de un diabólico GPS, un sinfín de caminos de tierra que se cruzan en un caos determinista de olivos conquistando terrazas imposibles y que esconden un tesoro, el Santuario de la Virgen de Gracia. Un apabullante edificio de arquitectura solemne que se yergue imponente en medio de colinas frondosas de bosque mediterráneo y silencio absoluto. El sol golpea con intensidad y rabia y sale entre las nubes como una enfermedad letal, acariciar con las yemas de los dedos esas piedras centenarias produce una descarga, una chispa que activa el mecanismo oculto del pasado. Entonces en un encuadre perfecto noto las primeras gotas de lluvia, y te veo bailar entre los olivos con la fragilidad y la inmensidad de Nijinsky mientas cantas a Rafael Berrio: “que sean tus actos la brisa y tu paso fugaz”, y salimos corriendo, haciéndonos humo entre los recuerdos que ya empiezan a volatilizarse.
Para dormir elegimos asomarnos a un balcón en el río Matarraña que aparece en Valderrobres como si Venecia hubiera perdido su Gran Canal, y llueve y llueve, y vemos el caudal esmeralda avanzar y así nos conjuramos contra el insomnio. Despertamos leyendo el testimonio conmovedor del escritor mexicano Juan Villoro y sus orígenes en La Portellada: “Es para nosotros el sitio, entrañable y mínimo, de donde deriva el catálogo del mundo”. Y llegamos al final, donde las huellas de tejón empiezan a borrarse, está lleno de cipreses, lápidas, fotos y tumbas, y entre todas una, la del poeta y traductor Ángel Crespo, compartida con la escritora y profesora Pilar Bedate, un matrimonio que descansa sobre una piedra y un poema, como dos emisarios de otra época, y sentimos cercanos otros nombres que se grabaron al ADN de Calaceite para siempre, José Donoso, Mauricio Wacquez, Pilar Donoso, Teresa Jassà y tantos más.
Cerramos la puerta del cementerio, nos miramos muy adentro, y en sus ojos siento que Ricardo Darín me ha desvelado el secreto, quizá la felicidad era esto, una eterna sucesión de puertas que se abren y se cierran.