Texto de Eduardo Albalat / Fotografía de Julián Borraz Aranega
Ya estaba el sol tendido cuando la patrulla de la guardia civil llegó a la era de Santa Bárbara
Como les había dicho Fermín, ahí estaba el cuerpo del cura, recostado en la reja del porche de la ermita. La cabeza levemente ladeada, cierto aroma a carne asada y la poca piel que el traje negro dejaba ver, surcada por una especie de tatuaje en forma de raíz.
-Figuras de Lichtemberg.
-¿Qué cojones dice, Morales?
-Mi cabo, este hombre ha sido alcanzado por un rayo. Esas líneas que se ven en su piel son las quemaduras típicas.
-Deje, deje. Eso ya lo hará la judicial, que para eso les pagan.
El padre Andrés llevaba apenas tres meses en el pueblo, era un tipo con buena planta y de buena cuna. Este era su primer destino tras salir del seminario y no había empezado con demasiado buen pie. La casa parroquial estaba en obras y tuvo que irse a vivir a la pequeña y austera vivienda de la ermita de Santa Bárbara.
Estaba situada en un alto, a menos de un kilómetro del pueblo, era una construcción sencilla y llamaba la atención la enorme cruz que la coronaba, de hierro y mucho más grande de lo habitual. Cuando se hubo instalado en el pequeño habitáculo, se sentó un rato en el porche. Ya había anochecido y el cielo se iluminaba con los relámpagos de una tormenta no demasiado lejana. Estaba absorto mirándola cuando entre el estruendo de los truenos oyó el motor de un viejo Vespino acercándose.
-Buenas noches mosén, soy Fermín Torres, para servirle.
Fermín, para cualquiera que no lo conociese, podría pasar por el típico tonto del pueblo. Error. Cierto es que un aclarado le faltaba, pero había conseguido pasar media vida sin dar golpe. Debía rondar la cincuentena, aunque su aspecto no ayudaba, vestía siempre una americana que había pasado más bien poco por el agua, dados los brillos que tenía. Gorra de pico y prendas heredadas. Siempre con su Vespino con la caja de fruta, en la que no faltaban nunca hortalizas o frutas pese a que sus tierras llevaban lustros yermas.
-Buenas noches Fermín, encantado. Mañana bajaré al pueblo a presentarme a los feligreses. Ahora estaba aquí admirando la tormenta.
-¿Le gustan?
-Mucho, es poder de Dios, muestra lo pequeños que somos ante él.
-Aaahhh… pues se va a hartar, mosén, hay muchas tormentas en este pueblo, y además a este cabezo, acuden los rayos de lo lindo. Por eso la cruz es así, hace de pararrayos. Yo me voy a ir, paso casi todos los días por aquí a estas horas. Charraremos.
Pasaron los días, bajaba caminando al pueblo, le gustaba pasear y así iba conociendo más al personal, y cuando subía al anochecer debatía con Fermín de lo divino y lo humano.
Una tarde, al regresar tras acabar la misa, vio una figura apoyada en la última casa del pueblo, era una mujer de mediana edad que no había visto antes. Solo se dieron las buenas noches, pero los segundos que se sostuvieron la mirada, fueron suficientes para que Andrés sintiera una turbación que nunca antes había experimentado. Aceleró el paso mientras se persignaba. Al llegar a la ermita, ahí estaba Fermín esperándole.
-Buenas padre.
- Fermín ¿Conoces a la mujer de la última casa del pueblo? No la había visto antes.
Fermín sonrió.
-Sí, es Verónica, acaba de volver al pueblo. Se fue, la vida le trató mal. Pero ahora yo la voy a cuidar. Me voy a casar con ella.
-Jajaja, pero, ¿ella lo sabe?
-¡No se ría! No lo sabe, pero lo sabrá.
Fermín se montó en su moto malhumorado y echó camino abajo.
-¡No te enfades hombre!
Andrés se retiró a la sacristía, volvía a haber tormenta y además no podía sacarse de la cabeza esos enormes y bellísimos ojos tristes. No pudo conciliar el sueño y no fue por los truenos ni por los rayos que cayeron sobre la cruz de la ermita.
A la tarde siguiente ella no estaba, él apretó los puños contrariado, dio una vuelta más al pueblo para hacer tiempo, ya iba a marchar cuando la vio salir encendiéndose un cigarro, llevaba un vestido fresco que mostraba buena parte de su cuerpo. Andrés no sabía cómo reaccionar. Saludó balbuceando, mientras evitaba su mirada. Ella se echó a reír devolviéndole el saludo y plantándole un par de besos. Un escalofrío recorrió la columna del cura al sentir la piel cálida de la mujer.
-Tranquilo hombre, que no me como a nadie, soy Verónica.
-Lo sé.
-Ya le han hablado de mí por lo que ve.
-Le pregunté a Fermín.
-El bueno de Fermín. Viene a tomar café todas las mañanas conmigo y siempre me trae algo del huerto. Está un poco enamorado de mí, desde que éramos niños. Siempre me ha cuidado mucho… cuando me he dejado.
Charlaron un rato, hasta que Andrés decidió continuar camino. Se volvió a ver la casa cuando oyó ponerse en marcha un motor y vio como Fermín salía de entre unos arbustos y se alejaba hacia el pueblo. No le dio más importancia. Cuando llegó, se recostó en la reja. La lucha entre su educación y sus instintos le estaba atormentando. El recuerdo del roce de su piel le hacía ser presa de una excitación desconocida. Se levantó airado y corrió a la sacristía, buscó entre sus enseres, un pequeño cilicio que ajustó en su muslo con rabia, pero ni el dolor conseguía enmascarar sus verdaderos sentimientos.
Estuvo varios días esquivando la casa, engañándose a sí mismo. Hasta que el destino quiso que se cruzaran por la calle.
-¡Hombre páter! Parece que se lo haya tragado la tierra. Véngase esta noche a cenar a casa.
Sin saber cómo ni porqué, Andrés asintió casi a la vez que se maldecía a sí mismo.
Cenaron, rieron y bebieron, se miraron, se tocaron, se besaron y se amaron como si no hubiera un mañana. Mientras, alguien escuchaba todo a través de las ventanas abiertas.
Esa noche había una terrible tormenta seca en el pueblo, especialmente violenta cuando bien entrada la madrugada llegó Andrés a la ermita. Con la camisa a medio abrir se dejó caer contra la reja con una sonrisa. Parece que Dios está especialmente poderoso hoy, se dijo. Y sonriendo de nuevo pensó que las uñas de Verónica eran mucho mejor que las púas del cilicio, y que la fuerza de los rayos que brillaban sobre su cabeza, ensombrecía con lo que él había sentido hacía un rato.
Ese día Fermín madrugó más que de costumbre, cuando llegó a la ermita, vio al cura, lo tocó un poco con el pie y sonrió. Se fue detrás, miró el cable que unía la reja con el pararrayos, lo soltó y lo puso de nuevo en su lugar en la toma de tierra.
Se montó en la moto y bajó al cuartelillo.
-¡Cabo! Suban ustedes a la ermita, creo que al cura le ha dado algo, está tirado junto a la reja.
Si me necesitan, estaré tomando café. En casa de Verónica.
* Eduardo Albalat (Castellote, 1973). Agricultor y ganadero en Castellote. Escribo relatos porque me gusta y me libera, sin más pretensiones. Poco, mucho menos de lo que debería y siempre en calidad de eterno aprendiz de escritor.
* Julián Borraz Aranega. (Calanda, 2008). Aficionado a la fotografía.