Texto de Silvia Ariño / Fotografía de Alfredo Sanz Almalé
Ahí estaba mi hermana. Yo aplaudía la que más fuerte, aunque el ruido era de por sí atronador. A ella se la veía segura, algo abrumada pero decidida. Caminaba hacia el micrófono como quien sale de su casa con dos bolsas de basura, una en cada mano, y su único objetivo es el contenedor. Me ahorraré el resto de la contextualización, no creo que sea importante explicaros si ella es cantante, política o simplemente estábamos en el acto de graduación del instituto. La cuestión es que las aclamaciones no parecían cesar, y para entonces mi hermana ya llevaba un rato en pie junto al micrófono. Imaginé lo que debía de estar pensando, y supe que ella era más consciente de sí misma y de su circunstancia que de todos nosotros. Yo la observaba de lejos envuelta en una marea de gente, siendo una más del grupo; difuminada, o si lo prefieres, integrada en un organismo mucho más grande que yo. Una parte de mi ser había dejado de existir para dar lugar a una voluntad general de difícil precisión y, por ello, de cierta volubilidad. La muchedumbre, ese era mi cuerpo y mi palabra. O el populacho, como diría Kant, y creo que no debería ofendernos. Cualquiera que estaba ahí lo entendería perfectamente.
En ese momento se encendieron las pantallas. Eran dos, una en cada lateral, y un proyector justo en el centro. Mi hermana apareció entonces multiplicada, su rostro agrandado nos sonreía en alternancia con un plano medio de su cuerpo, y sus movimientos se habían magnificado de tal forma que parecía el Cristo Redentor. Supe que era lo que había estado esperando y pensé en los técnicos detrás de esta ingeniería, qué lugar ocuparían en la mente de ella, y dónde se encontrarían en ese momento. Nosotros, mientras tanto, continuábamos existiendo como uno solo, de tal forma que yo miraba en derredor y todas me parecían figuras semejantes a la mía. Ninguna talla, forma o color parecían visibles y, por lo tanto, cualquier categoría que pudiera hacer referencia a una asimetría o desigualdad parecía borrada. Si pudiera razonarlo, diría que en nuestra uniformidad había belleza, pero creo que no tiene sentido hacer una consideración estética de ello. El criterio que juzgue semejante acontecimiento debe ser otro.
Algo comenzó a extenderse improvisadamente de mano en mano, con un orden tan preciso que parecía ocultar un método. En cambio, debido a la gran cantidad de gente que éramos, ni planificado ni bajo la más estrecha coordinación hubiera sido posible. Éramos el vivo ejemplo de que lo impensado puede llegar a contagiarse con mayor facilidad que la idea perfectamente formulada y argumentada, y, de este modo, una bebida rosa, amarilla o azul llegó a mis manos. La tendí sin necesidad de mayor explicación, hasta que me dieron la definitiva. La observé como al café de la mañana, con mirada fija y ausente. Me la acerqué a los labios y me llené la boca. No estaba dulce, pero me dejó una sensación empalagosa.
Mientras tanto, mi hermana saludaba al aire. Ella era el único ser individual, visible y que todos sabríamos reconocer, con unos pensamientos y actuaciones que se podían considerar, en principio, propios. Su subjetividad estaba reconocida universalmente, en concreto, por el universo que conformábamos nosotros, subsumidos en lo genérico de la palabra. Me pregunté cómo era posible que ella pudiera sentirnos o pensarnos, puesto que éramos su perfecta antítesis. Éramos lo igual e indistinguible frente a lo singular y sobresaliente. Una sensación de artificio se adueñó de mí. Desde todo campo de saber es bien conocido que no pueden establecerse auténticas relaciones entre cosas de distinta naturaleza, lo que convertía nuestro afecto y devoción en necesariamente unidireccionales. Ella, propiamente, no podía visualizarnos ni tener una idea concreta de nuestra existencia. Para ella éramos la máxima expresión de nuestra naturaleza de idénticos.
Poco a poco la intuición de formar parte de una impostura fue tomando forma y extensión. Lo que antes lograba comprender en la plenitud del participante, se había tornado oscuro y exiguo. Me di cuenta de que, en todo ese tiempo, el ambiente no parecía haberse relajado en absoluto, sino que había acumulado una tensión casi eléctrica. Miré a mis semejantes y no pude percibir si estaban rabiosos o pletóricos. Confundida, el estruendo de las voces me pareció cada vez más ensordecedor y algo en mí se desconectó del todo, mis movimientos perdieron sintonía y comencé a recibir empujones por todos lados. La bebida cayó al suelo para seguidamente correr mi cuerpo la misma suerte.
Arrodillada, volví a ser una. La piel, manta o cáscara que parecía rodearme y protegerme hasta hacía solo unos instantes había desaparecido. Mi cuerpo pesaba sobre el suelo con tensiones únicas, llenándome de sensaciones y pequeños dolores. Me arrastré unos centímetros, respirando profundamente y con una autoconciencia presente en cada poro de mi piel. Me supe individuo en un instante, una realidad que me pareció irreconciliable con cualquier otra. Yo, yo o yo. En esa postura solo alcanzaba a ver los bajos de los pantalones de quienes me sacudían sin darse cuenta, y esa vista me parecía suficiente, la única en la que podía confiar. ¿Cómo someterme a las visiones de otros?
Sin embargo, el jaleo no pareció mejorar. Por mucho que quisiera, no podía evadirme de mi alrededor, ni ignorar a los miles de cuerpos que se intercambiaban frenéticamente y los cientos de miles de pies que revolvían la tierra. Todo me recordaba continuamente dónde estaba y lo poco que sabía lo que estaba pasando. Cerré los ojos con fuerza e invoqué a mi hermana. La pensé con todas mis fuerzas, esta vez de individuo a individuo, de universo a universo, pero no recibí respuesta. Estaba sola conmigo misma.
Una mano apareció entonces de la nada y me agarró suavemente del brazo. Me desequilibré torpemente, pero antes de poder emitir palabra, otra mano, y otra, me alzaron por completo y me instalaron firmemente sobre el suelo. Las manos me acariciaron suavemente antes de retirarse y, cuando quise ver sus rostros, ya habían desaparecido. La escena había cambiado. Los sonidos se habían tornado palabras y las bebidas de colores se habían evaporado. Mis semejantes seguían siéndolo, pero yo continuaba consciente de mi propio cuerpo. Un pliegue, tapiz o marco recogía ambas verdades, permitiéndome instalarme en el borde entre lo general y lo particular. Entre la luz y la sombra. La cara y el revés.
Cuando miré hacia el escenario (tribuna o tarima), no había nadie.
* Silvia Ariño Gurrea (Zaragoza, 1995). Graduada en Bellas Artes por la Universidad de Zaragoza, actualmente está realizando un doctorado por la Universitat Politècnica de València. Entre sus actividades destacan la dirección de un taller de escritura creativa en Teruel, otro de lectura filosófica en Valencia y la colaboración con el DIARIO DE TERUEL en el 2018 escribiendo relatos y acompañándolos con fotografías; así como la participación en congresos y exposiciones artísticas nacionales e internacionales.
* Alfredo Sanz Almalé. Fotógrafo aficionado de Alcañiz , con predilección por el paisaje y la fotografía nocturna.