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Lola Lola
Diana García. Fotógrafa oficial de eventos familiares y entre amigos para el recuerdo y aficonada a retratar situaciones del día a día, la ciudad, festividades, escapadas por los pueblos de la provincia y fuera de ella.

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Juanjo Francisco

Por Juanjo Francisco *

Esa melena rubio pajizo se enmarañaba de forma endiablada conforme el sol y el viento mañaneros la azotaban en todas las direcciones cuando el descapotable de Arturo trazaba las curvas de aquella endiablada carretera. Nada nuevo, por otra parte, deparaba esa mañana. Era un día de agosto, el mes más canalla del año, el tiempo en el que los sueños podían tocarse con las manos.

Qué alegría la embargaba, qué sensación de desapego por todo, qué desprendimiento de todo, qué ingravidez que sentía...era cómo en el anuncio ese de BMW. Sentía cómo el vello de sus muslos se erizaba en las zonas de sombra de esa carretera y agradecía la caricia del sol al enfilar las rectas, luminosas y sin rastro de árbol alguno. Ganarse este agosto de libertad le había costado lo suyo.

No la cagues a final de curso, no te despistes porque, si es así, el verano lo pasarás en la ferretería, le advirtió su padre, un viejo rockero amante de las músicas de los setenta que sacrificó sus ansias vitales, anárquicas y muy hedonistas, por sacar adelante un negocio heredado en una gran ciudad, muy lejos del paisaje por donde ahora circulaba el descapotable que la acurrucaba del fresquito matinal.

Y no la cagó, qué va. Ella, la más rubia del mundo, era un hacha en Derecho Romano, el coco del arranque de la carrera. ¡A la mierda, pues, la ferretería!.

Sus tribulaciones se vieron interrumpidas por esa tonada de The Kinks, Lola, que Arturo había tenido a bien incluir en la playlist que sonaba en el auto. Qué capullo, Arturito, mucho tatuaje, mucho músculo, muy rapadito, muchas gafas de hormiga atómica, pero un corazón blando, casi de algodón dulce, cuando optaba por escuchar tanto esa canción que llevaba su nombre. Ahí su padre mostró la patita al ponerle aquel nombre, Lola, tema señero de aquel grupo tan viejo como el tiempo. Lo hacía por complacerla, claro, y estaba bien, le gustaba ese nombre porque se daba a muchas interpretaciones, tantas como su carácter, ambiguo, caprichoso, duro e infantil a partes iguales. Gustaba a los tíos y lo sabía y por eso, en este agosto rotundo, sentía que el mundo estaba en sus manos.

-Tendríamos que parar y comer algo, joder, que tengo el estómago hecho un estropajo.

Arturito era maestro en cortarle sus ensoñaciones.

-Bueno, está bien, pero yo te diré dónde paramos porque quiero que nos alejemos lo que podamos del garito ese, contestó con un rebote mal disimulado.

El garito ese al que se refería su compañero, un bareto de pueblo algo mugroso pero con cierto sabor, le traía recuerdos de los 14, cuando amaba a todos y a todo y  cuando Enrique le dijo que nunca podría vivir sin ella. Ay, Enrique, pensó,  un chico que ya estaba maldito antes siquiera de llegar a los 20. Nunca se olvida del todo de aquella noche de fiesta, de aquel coche azul cielo que se empeñó en conducir pasase lo que pasase. ¿Por qué se subió a él?. Desde entonces tiembla en cada curva.

-Aquí mismo, la sobresaltó Arturo.

La minúscula falda resultaba un pelín incómoda a esas horas, pasado el fulgor de la larga noche, la música estridente y el petardeo que tan bien le sentaba.

Mientras Arturo se apretaba  una ración de tortilla de patata y un café -una combinación asquerosa, por cierto-, se metió en el servicio para echarse un vistazo y aligerar la vejiga.

¿Y ahora, qué?. La vida en ese agosto, que comenzó como un torrente de posibilidades a cual más atrayente, se le estaba diluyendo entre los dedos y poco o nada le hacía sentirse satisfecha.

Han pasado tres años desde aquello, tres largos años, y cada amanecer, la pille como la pille, no puede evitar esa sensación de decaimiento, de derrota, de pérdida, de soledad, en definitiva.

-Lola, lalalala, le canturreaba Arturo, mirándola con sonrisa alelada.

Se sentó.

-Joder, me apetece una cerveza, ni café, ni nada más.

Este ya me está cargando un poco, -casi verbaliza el pensamiento.-

-Tenemos unas dos horas hasta Fraga, no sé cómo puedes aguantar sin comer algo.

Parece sacado de una serie de Netflix, de esas que dibujan un tórrido romance, por ejemplo en una isla griega, pero esto no se parece en nada a Grecia, si no hay más que polvo por todas partes...

- Me gusta cuando callas porque estás como ausente, le suelta Arturo, quien probablemente acaba de ver la frase en un vídeo de Instagram, piensa. Si supiera que ella ya releía a Neruda cuando Enrique la acompañaba en la exploración de los primeros afectos...

-Cállate, anda. Y pásame las llaves, ahora conduzco yo.

Esa mañana era muy parecida a aquella otra donde se le truncó la vida. Sí, eso es, truncada es la palabra. Mete la llave en el contacto y el motor suena con ganas. Al enfilar la recta, retadora como ella sola, se acuerda de cómo le gustaba masajearle el pelo a Enrique, el moreno de verde luna que diría su abuela andaluza, si lo hubiera podido conocer. Ni cien Arturos podrían tapar el hueco que él dejó. No debía haberlo besado aquella mañana, estúpida acción que tantó daño ha dejado. El volantazo, el susto, el grito, su brazo protector, su pulmón atravesado, la sangre. En Fraga, en el desierto, con la boca terrosa, igual se siente mejor.


* Estudié Periodismo en la Complutense. He pasado por todas las categorías profesionales de DIARIO DE TERUEL a dónde llegué hace muchos años procedente de un Madrid, donde hice mis primero pinitos profesionales. Cuando concluya mi travesía profesional, que ya falta muy poco, dejaré un periódico a años luz del que encontré a finales de los ochenta. Afortunadamente.

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