El mundo es rojo, el mundo es azul, el mundo es de color ocre o magenta. Todos los colores.
Lo dicen los hombres arañando con sus garras las paredes de la dulce verdad. Sí, lo dicen.
Con manos trémulas pintan los hombres, con el color de sus deseos, futuros deseos.
Juan Tomás Ávila Laurel
¿De verdad no te acuerdas de mí?
Acabo de encontrármelo en un pasillo del hospital. Me ha explicado que trabaja aquí de enfermero, y esta semana tiene guardia. Ahora es de noche; estoy acompañando a mi madre, que la acaban de operar. Nos han dicho los médicos que, aunque la rodilla le ha quedado muy bien, debe permanecer aquí unos días en observación.
Pues claro que lo recordaba. Fue hace ya más de veinte años. Yo repetía el tercer curso de la ESO y me sentaba al final de la clase con Roberto, la Yesi, Germán y el Sebas, los malotes del grupo. En aquella época no acababa de centrarme, mis padres me decían que tenía las hormonas revolucionadas, que a ver si me aplicaba en los estudios.
Se incorporó a la clase cuando el curso estaba ya muy avanzado. La profesora de Geografía e Historia, y también nuestra tutora, le hizo pasar y le pidió que se presentase. En un castellano perfecto, el nuevo nos dijo su nombre y el lugar en el que había nacido catorce años atrás, Guinea Ecuatorial, aunque llevaba viviendo mucho tiempo en Zaragoza.
–¡Pero si es más negro que el betún!– expectoró Germán desde el fondo de la clase. Algunos nos echamos a reír y nos pusimos a hablar entre nosotros, hasta que la profesora nos mandó callar.
La profe aprovechó para explicarnos que ese pequeño país africano del que nuestro nuevo compañero procedía estaba compuesto de varias islas y de una zona continental. En un mapa nos señaló su ubicación; estaba escondido bajo la barriga africana, entre Camerún, Gabón y el Océano Atlántico. Nos dijo que había sido una colonia española hasta 1968, durante casi doscientos años, y por eso conservaba el español como idioma oficial; que ahora Guinea tenía una monarquía presidencial, pero en realidad padecía una dictadura feroz. Nos contó que en el norte de la Isla de Bioko estaba Malabo, la capital del país, donde se encontraba una prisión muy temida, la Black Beach, o Playa Negra, que en ella sufrían los presidiarios las más terribles torturas, y muy pocos lograban salir de allí.
Creo recordar que fue la Yesi quien empezó a llamarlo el Extraño, porque en clase hablaba muy poco, solo si le preguntaban los profesores, y en los recreos nunca salía a las pistas deportivas a jugar al balón con nosotros. Un día que la Yesi tuvo que ir en el recreo para hablar con la orientadora por una falta de disciplina que le había puesto el profe de Mates, lo vio solo en la biblioteca, leyendo. Como faltaba muy poco para que el curso acabase, los profesores de tercero organizaron una excursión al Puerto de Sagunto, donde pasaríamos un día de diversión y fraternidad en la playa, nos dijeron. Germán gritó alborozado y nos comentó que le pediría prestada a su hermano mayor una cámara fotográfica.
El autobús iba completo y la tutora nos asignó a cada uno los asientos en que deberíamos sentarnos. A mí me tocó junto al Extraño, y obedecí a regañadientes, pues no habríamos cruzado más de dos palabras durante el tiempo que llevaba con nosotros, y prefería sentarme con alguno de mis amigos para darle al palique. La primera parte del trayecto permanecimos los dos en silencio: yo contemplando por la ventanilla el paisaje cambiante, y él concentrado en la lectura de las últimas páginas de un libro que sacó de su mochila nada más empezar el viaje. Cuando acabó de leerlo, como yo ya estaba algo aburrido, le pregunté qué libro era. Enseñándome la portada, me respondió que La isla del tesoro, una novela de aventuras; le había encantado.
–Dijo la profe que en el país del que procedes hay algunas islas. ¿Son como las del libro?– le pregunté por romper el hielo.
–Aquellas islas están también llenas de tesoros, pero de otro tipo. No son monedas de oro. Aunque yo me fui de Guinea cuando era muy pequeño, he leído mucho sobre mi país. – Y me describió sus bosques tropicales, sus plantaciones de cacao, café y palma, y sus explotaciones de madera y petróleo.
Interesado por su vida, tan diferente a la mía, seguí haciéndole preguntas, y me contó que desde los cinco años vivía con una familia de acogida cuyo padre adoptivo había sido destinado temporalmente a Teruel por su trabajo. Pero su verdadero padre vivía aún en Guinea; no lo veía desde hacía muchos años, y temía que estuviese preso en la Playa Negra. De su madre solo dijo que había muerto deshidratada durante el viaje en la patera que los traía a ambos a España, huyendo de la dictadura de su país; él había sobrevivido de milagro, pero desde entonces le tenía miedo al mar.
Siguió explicándome que donde él nació, La Isla de Bioko, es una de las zonas geográficas de mayor biodiversidad del mundo; sobre todo en el sur, en la Caldera de Lubá, como así se llamaba el inmenso cráter de un antiguo volcán. Allí habitaban muchas especies de animales, entre ellos los primates de mayor tamaño del mundo.
Al llegar a la playa, nos invadió una sensación de humedad y el olor a salitre. La mayoría nos lanzamos al agua a darnos el primer chapuzón, pero el Extraño se mostraba remiso. La profe lo animó a que se metiese con nosotros, que no había peligro, que nos estaba vigilando. Entonces él me cogió de la mano, y yo no se la solté porque sabía cuál era el motivo de su miedo. Detrás de nosotros escuché las risas burlonas de Roberto, la Yesi, Germán y el Sebas, que nos lanzaban puñados de arena desde la playa. En ese momento los sentí como si fueran unos extraños.
Algunos días después, Germán, para hacer la gracia, empapeló la clase con varias copias impresas de una foto que nos había tirado cuando el Extraño y yo nos cogíamos de la mano al entrar al mar. Yo me apresuré a quitarlas antes de que llegaran todos los compañeros y le lancé a Germán una mirada de pocos amigos; a punto estuve de lanzarme a su cuello, pero el Extraño se me acercó y me dijo con una sonrisa cómplice que no merecía la pena enfrentarse a los primates de Bioko.
Hemos vuelto a cruzarnos alguna vez por los pasillos del hospital. La última, hoy en el bar, el día que le dan el alta a mi madre. Mientras nos hemos tomado un café, me ha contado que su padre logró salir de Guinea y ahora vivía con él en Zaragoza. Después me ha preguntado si aún conservo la foto que nos hizo a escondidas Germán el día de la excursión a la playa.
–Yo sí. Arranqué una de la pared y me la guardé en el bolsillo. Que sepas que desde el día de la foto tú te convertiste en mi héroe, porque me defendiste de aquellos orangutanes, ¿recuerdas? – Y se ha despedido con su luminosa sonrisa, tan blanca como su bata de enfermero.
* Aficionado desde muy joven al mundo de las palabras y las imágenes, ha sido profesor de Educación Secundaria y profesor tutor en la UNED. Es autor de los libros 'Réquiem por la Estación de Caminreal', 'Travesía del Nefelibata' y coautor de 'A Palabras Luz'.