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Irreparable Irreparable
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Isabel Marco

Leo tenía dieciséis años y, como todo adolescente se encontraba en una época de su vida en la que todo lo vivía con una intensidad diferente a la de cuando era niño. Ya no había tantas nuevas experiencias que le ilusionasen por ser primeras veces y le parecía estar de vuelta de todo. Los juegos que hace un tiempo le emocionaban ahora le parecían infantiles y aburridos, los lugares que antes podían ser fantásticos ya no tenían ese brillo y se habían vuelto grises y monótonos. En casa todo era anodino y cualquier contratiempo le hacía crecer un fuego incontrolable desde lo más profundo de su ser. Gritaba a sus padres, les contestaba de una manera brutal e incluso aderezaba sus discusiones con algún golpe sobre la mesa y portazos que ayudaban a que nadie osase a entrar en sus dominios para perturbarle. Poco a poco esta actitud, este temperamento se extendió también con su pareja, amigos… acabó por discutir con todo el mundo.

Su padre, un poco desesperado por cómo su hijo, ese niño de carácter alegre, se estaba transformando en un verdadero ogro, decidió regalarle una caja llena de clavos. Leo no entendía nada. “Papá, definitivamente se te ha ido la olla”. Su padre le dijo: Hijo, cada vez que sientas que te cuesta controlar tus impulsos, cada vez que tengas la necesidad de gritarnos, de dar un portazo, de dar un puñetazo en la mesa, coge uno de estos clavos y clávalo detrás de la puerta de tu habitación.

Leo tomó la caja de los clavos y la dejó con desdén sobre la mesa de su cuarto. Una semana más tarde, después de colgar el teléfono muy enfadado con uno de sus mejores amigos, vio la caja en el mismo sitio en el que la había dejado días atrás, cogió el martillo de la caja de herramientas que su padre guardaba en el armario de las escobas y clavó el primer clavo detrás de la puerta, de hecho, clavó varios con motivo de ese enfado. Al acabar el día, había clavado cuarenta y siete clavos detrás de su puerta. Pasaron los días y Leo siguió clavando clavos cada vez que sentía ese fuego en su interior.

Poco a poco fue clavando cada vez menos, pues comenzó a darse cuenta que era más sencillo contenerse y reflexionar que martillar la pared cada vez que sentía esa rabia incontrolable.

Un día, su padre, que había estado observando los avances de su hijo, decidió hablar con él y darle la enhorabuena porque llevaba ya unos días sin clavar ni un solo clavo y le hizo otro regalo. Le dio otra caja, esta contenía unas tenazas y le dijo: Por cada vez que logres controlar tus impulsos, saca un clavo con estas tenazas. Leo aceptó y fue sacando, uno a uno, todos los clavos que tenía detrás de su puerta, que no eran pocos. Cuando por fin sacó el último, su padre lo felicitó. “Lo has conseguido, estoy muy orgulloso de ti”. Pero después le hizo fijarse en la pared llena de agujeros una pared que ya nunca volvería a ser la misma.

La palabra no pronunciada es la que menos duele. Todas las emociones que tenemos, todo lo que sentimos es completamente válido, pero nuestros comportamientos no. Podemos sentir ira o enfado, es completamente válido, pero no lo son los gritos y las malas palabras. Podemos sentir celos, pero no está bien hacer un juicio de valor sobre alguien. Podemos sentirnos tristes, pero herirse a uno mismo ya no es válido. Las emociones son válidas y muchas veces no las podemos controlar, pero los comportamientos sí, sí podemos controlar cómo comportarnos frete a esas emociones y no herir; es nuestra responsabilidad.

Como propósito de año nuevo, hagamos por controlar nuestros comportamientos frente a las emociones y no escudarnos bajo la excusa de que estamos enfadadas o enfadados, porque esos agujeros que dejan nuestras palabras, son heridas irreparables.