Javier Macipe y su estrella azul no se fueron de San Sebastián de vacío
El turolense se llevó el Premio Cooperación Española y el Premio TCM JovenGonzalo Montón
San Sebastián
A la hora de hacer un balance en clave aragonesa y turolense del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, clausurado el pasado sábado, no se puede empezar por otro nombre que el del realizador Javier Macipe (zaragozano, y oriundo de Ariño), que recibió dos merecidos premios por su estupendo largometraje La estrella azul: el de Cooperación española y el Premio TCM de la Juventud;âÂÂÂÂÂÂÂÂÂÂeste último otorgado por jóvenes de entre 18 y 25 años invitados al festival.
El viaje iniciático a la Argentina de Mauricio Aznar —carismático líder del grupo zaragozano de música rockabilly Más Birras—, a principios de los noventa, transpira emoción y verdad en sus entrañables personajes bien perfilados, en su solvente y creativa narración cinematográfica. Ojalá en unos meses podamos asistir a su presentación en el cine Maravillas de Teruel.
Pero los nueve días en la 71ª edición del Donostia Zinemaldia en el Auditorio del Kursaal, junto a la desembocadura del río Urumea y su pintoresco puente con unas columnas blancas y verdes que asemejan faros, donde se proyectan los candidatos a la Sección Oficial, dan para mucho más. De las dos salas que tiene el auditorio, la primera tiene un aforo para más de 1.800 espectadores. Es una inmensa cueva de varios niveles en pendiente, con paredes ocres de madera y butacas de terciopelo azul; y enfrente, una pantalla que en cuanto se apagan las luces te imanta por la luz que emanaba de su descomunal tamaño. A su vez, el sonido envolvente y nítido facilita la inmersión emocional en las proyecciones. En el Kursaal 1 tuvo lugar la Gala de Clausura la noche del 30 de septiembre, donde se fallaron los premios.
Lugar aparte merece Un amor, de Isabel Coixet; en mi opinión el mejor de todos los largometrajes que vi, más de una veintena. Me dejé llevar enseguida por las vivencias de la joven Nat en el pueblo al que se va a vivir para olvidar su experiencia como traductora de los espeluznantes testimonios de inmigrantes que ha tenido que escuchar. Allí se encuentra con unos vecinos recelosos y cotillas que la harán más desgraciada de lo que ya era. Atentos a Sieso, el perro andrógino, es en parte el detonante del conflicto… A pesar de la crueldad que destila todo el relato, posee un final mágico, por lo que tiene de inesperado y esperanzador: el hermoso tema musical de Max Raabe que acompaña a una expresiva danza lleva por título Todo estará bien otra vez, y demuestra la exquisita sensibilidad de la directora catalana. Es una historia dura y cáustica, pero a la vez emotiva y sugerente.
La película recibió el Premio Feroz Zinemaldia, votado por los miembros de la AICE (Asociación de Informadores Cinematográficos de España) como la mejor película de la sección oficial; además, el festival otorgó al actor secundario Hovik Keuchkerian la Concha de Plata a la mejor interpretación de reparto, por su papel del Alemán, un vecino silencioso, tosco y montañoso por el que Nat sentirá una impulsiva atracción sexual.
Otra referencia importante es Cerrar los ojos, el último film del mítico Víctor Erice, quien recibió el Premio Donostia a toda su carrera profesional. Se proyectó en el emblemático Teatro Victoria Eugenia construido a principios del siglo pasado, como su vecino edificio el Hotel María Cristina. La morosidad con que narra la extraña desaparición del actor Julio Arenas en el rodaje de una película titulada La mirada del adiós provoca al principio en el espectador un cierto aburrimiento —a mi juicio por la ausencia de música incidental en la primera parte—, pero va ganando interés en su desarrollo con las pesquisas del director y amigo del actor, Miguel Garay, para descubrir la verdad, hasta llegar a la anagnórisis en un final poético que evoca la escena de El espíritu de la colmena cuando la niña Ana observaba fascinada las imágenes proyectadas en una pantalla de cine de pueblo.
Extrañamente, Dispararon al pianista, el film animado de Fernando Trueba y Javier Mariscal, se quedó sin ningún premio. Aunque resulte demasiado discursiva en las declaraciones de los entrevistados debido al formato de documental empleado, a mí me pareció una historia muy bien desarrollada, con unas animaciones laboriosas y depuradas, que te hacen creer que asistes en realidad a las explicaciones de diversos personajes sobre la misteriosa desaparición del pianista brasileño Tenorio Jr. en el Buenos Aires nocturno de la cruel dictadura de Videla. Es de destacar la gozosa música de samba jazz y bossa nova que salpica todo el filme.
Me resultó muy divertida e inteligente la tragicomedia francesa Ex-Husbans. Va sobre un dentista recién divorciado que coincide con sus hijos en el mismo destino vacacional, una playa paradisíaca de México donde van a celebrar la despedida de soltero en compañía de unos amigos. Los encuentros fortuitos entre el padre y los hijos les ayudarán a conocerse mejor y comprenderse. Posee un guion muy bien trabado y unos diálogos chispeantes e ingeniosos. De igual manera que la argentina Pua, una comedia agridulce que nos hace pasar un buen rato. Dirigida a cuatro manos por Alché y Naishtat, trata de un profesor universitario de Filosofía que, tras la repentina muerte de su mentor y colega, ve peligrar su posición laboral con la incorporación a su departamento de un antiguo compañero de clase muy cargante que ha regresado de Alemania. El trasfondo social de la historia remite a la actual crisis económica argentina. Marcelo Subiotto, el actor protagonista, recibió Premio a la Mejor Interpretación Protagonista.
Igualmente disfrutable es la japonesa Great absence (La gran ausencia), dirigida por el diestro joven Kei Chikaura, y con el veterano actor Tatsuya Fuji como protagonista, quien ha trabajado con directores nipones ya clásicos como Akira Kurosawa y Nagisa Oshima; también recibió ex aequo el Premio a la Mejor Interpretación Protagonista. En este film interpreta a un profesor universitario jubilado que padece demencia senil y provoca el desconcierto en su esposa y su hijo, con el que apenas tiene relación desde bastante tiempo atrás por los abusos sexuales que sufrió de su padre cuando era niño. Contado con escenas alternantes que van del presente al pasado, consigue emocionarnos con la descripción de esa terrible enfermedad de la desmemoria tan común en nuestro tiempo.
Del abuso sexual en la tierna infancia habla la truculenta Kalak, de la directora Isabella Eklöf, donde un enfermero mujeriego abandona Dinamarca con su esposa y sus dos pequeños hijos para ejercer su profesión en Groenlandia. Sin embargo, nada saldrá como él pensaba y se sumerge en una profunda depresión, de la que saldrá cuando rinda cuentas con su padre abusador. El Premio a la Mejor Fotografía fue a parar a su operador de cámara Nadim Carlsen, y la película obtuvo el Premio Especial del Jurado.
Decepción con la ganadora
Me decepcionó la ganadora de la Concha de Oro a la mejor película, O corno, de la vasco-gallega Jaione Camborda. En 1971, una mujer soltera se dedica a hacer de comadrona y a mariscar en una aislada aldea gallega; hasta que un día, una joven fallece como consecuencia de un aborto que le había practicado. La mujer emprende una arriesgada huida encontrando refugio en la frontera de Portugal, donde acabará preparándose para dar ella a luz a consecuencia de una relación sexual con un mago que amenizaba unas fiestas. Su visionado me dejó frío e indiferente; sinceramente, me pareció un tostón pretencioso con largos e interminables planos. No comprendo la decisión del jurado en considerarla la mejor producción de la sección oficial; aunque para gustos están los colores…
A pesar de recibir el Premio Irizar al cine vasco, tampoco me entusiasmó El sueño de la sultana, dirigida por Isabel Herguera y basada en un hermoso cuento feminista. Las animaciones eran preciosas y elaboradas a base de transparencias y sombras chinescas, pero el desarrollo de la narración resultaba desequilibrada y algo tediosa, con un guion hecho a pedazos, como a posteriori. Un truño insufrible me resultó la rumana MMXX, dirigida por Cristi Puiu, con unos diálogos insulsos que tenían la pandemia como fondo y rodada en interminables planos estáticos. Quizás como novela funcionaría mucho mejor. Me llamó la atención que a lo largo de la proyección —de más de dos horas y media de duración— se produjo una huida incesante de espectadores de la sala. Aunque soy un acérrimo defensor de oír las películas en versión original, esta la hubiese soportado mucho mejor doblada al castellano.
No logré adentrarme, a pesar de la publicidad que la precedía, en La sociedad de la nieve, de J. A. Bayona, aunque recibió el Premio del Público. Narra las terribles vivencias de los personajes que se salvaron del trágico accidente de aviación en la cordillera de Los Andes en 1972. A pesar de su inteligente y precisa dirección, la potente interpretación actoral y su impecable producción, no percibí el frío ni el hambre de los supervivientes, pero aplaudo que haya sido elegida por la Academia de Cine para representar a España en los Óscar, pues su factura es intencionadamente hollywoodiense. Sí que salvaría el brillante recurso narrativo de un narrador póstumo.
Mucha controversia provocó ya antes de su estreno No me llame Ternera, la entrevista que Jordi Évole le hace a Josu Urrutikoetxea, exjefe de ETA. El periodista contrapone los recuerdos y sentimientos de una víctima de la banda terrorista, el policía Francisco Ruiz, con el discurso fanático del etarra, quien con su frialdad nos muestra su abyecta e inhumana catadura al no pedir perdón ni arrepentirse de sus atroces actos, a pesar de las incisivas preguntas de Évole que trataban de acorralarlo. Los espectadores aplaudieron al finalizar todas las proyecciones a las que asistí; menos en esta, en que el auditorio se quedó enmudecido y con un desagradable sabor de boca.
También me resultó algo lenta y en exceso minimalista A journey in spring (Un viaje de primavera), y no comprendí por qué le dieron la Concha de Plata a la mejor dirección a las jóvenes Peng Tzu-Hui y Wang Ping-Wen. El argumento va de una pareja de ancianos que vive en lo alto de una ciudad lluviosa. Cuando la esposa fallece, el hombre se siente solo y arrepentido por no haber hecho a su esposa más feliz mientras vivieron juntos. Por el contrario, me sorprendió la sencillez y simpatía de Fingernails (Te va a doler), dirigida por Christos Nikou, que obtuvo el Premio FIPRESCI. Con un gracioso toque de ciencia ficción, es la historia de una joven que se pone a trabajar en el Instituto del Amor, donde las parejas, tras someterse a estrambóticas pruebas —como arrancarse las uñas, de ahí su título— reciben un certificado de enamoramiento. Allí entabla una relación de amistad con un compañero que se transforma en un profundo amor. Su argumento alberga similitudes, por su tema amoroso, su sencillez y su final feliz, con la tragicómica cinta del veterano director finlandés Aki Kaurismaki titulada Fallen Leaves (Hojas caídas), donde dos almas solitarias y tímidas que se conocen en un karaoke unen sus vidas al final, mientras a lo largo del film se escuchan en la radio de la mujer noticias de la guerra de Ucrania.
Disfruté mucho viendo The Boy and the Heron (El chico y la grulla), a cuyo director, Hayao Miyazaki, le concedieron el Premio Donostia, aunque no pudo ir a recogerlo debido a su avanzada edad. Con la Segunda Guerra Mundial como fondo, la película versa sobre un niño que, desconsolado por la pérdida de su madre, vive una gran aventura al traspasar las dimensiones espacio-temporales para llegar hasta sus ancestros, gracias a la ayuda de una garza real que alberga dentro a un insólito personaje. Como el resto de las producciones animadas del mítico estudio japonés Ghibli, este film destila una imaginación y una fantasía desbordantes. Mediante un tratamiento de respeto y veneración por la naturaleza, expresa un mensaje de superación y amistad. Asimismo, me cautivó El Eco, una producción mexicana de Tatiana Huezo, de carácter casi documental, sobre la vida cotidiana de una familia campesina en un alejado pueblo de las montañas.
Quiero destacar también la película francesa de Robin Campillo L’île rouge (La isla roja), que cuenta los últimos días vividos por una familia en Madagascar, cuyo padre —interpretado por Quim Gutiérrez— trabaja en una base militar del ejército francés. Parte de la historia se nos presenta a través de los fantasiosos ojos del hijo pequeño, lo que me hizo recordar el entrañable film Léolo, de Jean-Claude Lauzon. Y otra película que llamó mi atención fue Dance First (Baila primero), por su impecable blanco y negro y lo austero en su escenificación de la vida de Samuel Beckett, dramaturgo irlandés y premio Nobel de Literatura, encarnado con esmero por el actor Gabriel Byrne. A través de constantes analepsis, descubriremos quiénes influyeron para forjar la peculiar personalidad del escritor y crear sus excelentes obras literarias.
Tras las proyecciones de los filmes de la sección oficial, tenía lugar una rueda de prensa en una sala muy próxima al cine a la que asistían el director y algunos miembros del equipo (como actores, productores o guionistas). El privilegio de tener tan cerca a los responsables de los filmes y escuchar de primera mano sus esclarecedoras explicaciones sobre la intención y los detalles de sus producciones te hacen reparar en el trabajo que lleva levantar un producto cinematográfico y te vuelve más comprensivo con sus resultados artísticos.
Inmerso los nueve intensos días en un limbo fílmico, el poco tiempo que me quedaba entre proyecciones y ruedas de prensa lo aproveché para dar largos paseos —incluso en bicicleta— por el puerto y el malecón que une las playas de la Concha, Ondarreta y Zurriola, atestadas de gente, como el resto de la turística ciudad, y animada a frecuentar sus calles a causa de los días cálidos y azules; de la contemplación de los montes Urgull, Igeldo y Ulía que acotan la ciudad hacia el mar Cantábrico; de los cafés revitalizadores en el bar de las salas reservadas a los periodistas en el edificio del Kursaal; del callejeo azaroso y placentero, nutrido por los sabrosos pinchos y tapas en las tabernas de la parte vieja y del barrio de Gros, donde no es extraño toparse con directores, actores o críticos de cine asistentes al festival.
Como tuve que urdir un puntilloso encaje de bolillos para cuadrar los horarios de las numerosas proyecciones, me perdí Rosalie, de Stephanie Di Giusto, así como Un silence y Un métieu sérieux (Los buenos compañeros), con la debilidad que tengo por el cine francés. Tampoco llegué a ver La semilla del son, el documental sobre el músico Santiago Auserón y su pasión por los ritmos cubanos y el jazz de Nueva Orleans. Igual que descarté las españolas 20.000 especies de abejas y Bajo terapia, que tendré ocasión de ver como candidatas a los Premios Feroz.
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