Feliz día de Todos los Santos. Nunca me gustó la americanización de esta fiesta, a través del ya famoso concepto conocido como Halloween.
Durante mi infancia nunca fue una fiesta celebrada, ni se le daba ningún tipo de relevancia. Era un día para conmemorar “a los que ya no están con nosotros”, algo que, a la mente de un niño, o al menos a la mía, no me suponía ningún hito celebrable o remarcable.
Con el paso de los años, entendí que, para los adultos, echar de menos a los difuntos y ponerlos en valor en un día señalado tiene todo el sentido del mundo, pero seguí sin encontrarle ninguna gracia al concepto de Halloween, convirtiéndome ciertamente en una especie de Grinch de esta fiesta.
Ya saben, ese personaje, también americano, que critica la visión de la Navidad como algo comercial y mercantilizada al extremo, satirizando sobre la misma.
Poco después, llegaron los niños a mi vida. Y ahora veo la ilusión que les produce la celebración de Halloween, quizá solamente comparable con el día de Reyes o con su propio cumpleaños. El ir de casa en casa pidiendo caramelos con sus amigos o el hecho de ir al colegio disfrazados (¡aunque los disfraces me parezcan horribles!) les genera una gran ilusión.
¡Y con los niños hemos topado! Verlos contentos suele ser el leit motiv de la vida de todo padre. “¿Cómo no voy a hacer todo lo posible porque ellos estén contentos?”, nos preguntamos la mayoría. “No va a ser mi niño el único sin disfraz”, argumentan los demás. Así que los días previos se convierten en una búsqueda acelerada de vestidos, disfraces y complementos. Brujas, calaveras, esqueletos, zombis...
Por lo menos, el gasto familiar no se dispara en esta fecha, o al menos de momento. Se estima que, en nuestro país, todavía se gasta más en flores para los difuntos que en disfraces para Halloween, aunque la tendencia parece estar revirtiéndose, a medida que va cambiando la población: cuanto más joven, más gasto hay en brujas y zombis y menos en flores, siendo la tendencia la inversa cuanto más mayor se es.
Y puede que aquí esté todo el quid de la cuestión: en el gasto económico generado por fiestas, disfraces, caramelos, etc. Cuanto más importante se haga esta celebración, más se incrementará el gasto de las familias. Se calcula que en EEUU se gastarán más de doce mil millones de dólares en esta fiesta.
Como les decía en el titular que encabeza esta columna, mi cabeza hoy se debate entre la razón (“no me gusta esta fiesta, ni todo lo que conlleva”) y la emoción (“me entusiasma ver a los más pequeños felices”), por lo que empiezo a atisbar un resquicio dentro de mi para verle la parte positiva a Halloween. ¿Quién sabe?
Quizá de aquí a unos años le encuentre el gusto, ya que ahora mismo, solamente se lo ven mis hijos.
De modo que, a la hora que escribo estas líneas, aquí estamos preparando disfraces y haciendo planes para pasar la tarde/noche de casa en casa rodeados de zombis y calabazas, porque los más importantes siempre fueron ellos.
Durante mi infancia nunca fue una fiesta celebrada, ni se le daba ningún tipo de relevancia. Era un día para conmemorar “a los que ya no están con nosotros”, algo que, a la mente de un niño, o al menos a la mía, no me suponía ningún hito celebrable o remarcable.
Con el paso de los años, entendí que, para los adultos, echar de menos a los difuntos y ponerlos en valor en un día señalado tiene todo el sentido del mundo, pero seguí sin encontrarle ninguna gracia al concepto de Halloween, convirtiéndome ciertamente en una especie de Grinch de esta fiesta.
Ya saben, ese personaje, también americano, que critica la visión de la Navidad como algo comercial y mercantilizada al extremo, satirizando sobre la misma.
Poco después, llegaron los niños a mi vida. Y ahora veo la ilusión que les produce la celebración de Halloween, quizá solamente comparable con el día de Reyes o con su propio cumpleaños. El ir de casa en casa pidiendo caramelos con sus amigos o el hecho de ir al colegio disfrazados (¡aunque los disfraces me parezcan horribles!) les genera una gran ilusión.
¡Y con los niños hemos topado! Verlos contentos suele ser el leit motiv de la vida de todo padre. “¿Cómo no voy a hacer todo lo posible porque ellos estén contentos?”, nos preguntamos la mayoría. “No va a ser mi niño el único sin disfraz”, argumentan los demás. Así que los días previos se convierten en una búsqueda acelerada de vestidos, disfraces y complementos. Brujas, calaveras, esqueletos, zombis...
Por lo menos, el gasto familiar no se dispara en esta fecha, o al menos de momento. Se estima que, en nuestro país, todavía se gasta más en flores para los difuntos que en disfraces para Halloween, aunque la tendencia parece estar revirtiéndose, a medida que va cambiando la población: cuanto más joven, más gasto hay en brujas y zombis y menos en flores, siendo la tendencia la inversa cuanto más mayor se es.
Y puede que aquí esté todo el quid de la cuestión: en el gasto económico generado por fiestas, disfraces, caramelos, etc. Cuanto más importante se haga esta celebración, más se incrementará el gasto de las familias. Se calcula que en EEUU se gastarán más de doce mil millones de dólares en esta fiesta.
Como les decía en el titular que encabeza esta columna, mi cabeza hoy se debate entre la razón (“no me gusta esta fiesta, ni todo lo que conlleva”) y la emoción (“me entusiasma ver a los más pequeños felices”), por lo que empiezo a atisbar un resquicio dentro de mi para verle la parte positiva a Halloween. ¿Quién sabe?
Quizá de aquí a unos años le encuentre el gusto, ya que ahora mismo, solamente se lo ven mis hijos.
De modo que, a la hora que escribo estas líneas, aquí estamos preparando disfraces y haciendo planes para pasar la tarde/noche de casa en casa rodeados de zombis y calabazas, porque los más importantes siempre fueron ellos.