“El fútbol es la cosa más importante de entre las cosas menos importantes”. Hay quien le atribuye esta cita a Arrigo Sacchi, mítico entrenador italiano del AC Milan o Atlético de Madrid, entre otros. Otros se la adjudican a Jorge Valdano, esa suerte de filósofo del balompié, que nos ilustra con su epatante y amplísimo vocabulario desde distintos medios de comunicación, tras haber dejado los banquillos de CD Tenerife o Real Madrid, hace ya muchos años. El autor es algo secundario, pues lo que encierra la frase, que yo me permito hacer extensiva a todos los deportes, es darle a estos la importancia real que tienen.
Muchas veces, quienes vivimos del deporte nos obsesionamos en hacer ver en el mismo una trascendencia en aquello que hacemos que no tiene realmente (“nos jugamos la vida”, “es cuestión de vida o muerte” oímos y leemos a menudo en la prensa deportiva). No quiero caer en la demagogia, pero es más que evidente que el papel que tiene el deporte profesional en la sociedad es un papel de entretenimiento y quienes vivimos de ello así debemos entenderlo. Somos actores de una obra de teatro que se representa sobre un parqué, el césped o una pista de tierra batida, por ejemplo, en lugar de sobre un escenario. Eso no quiere decir que no tengamos que entregarnos al máximo, faltaría más, pero tampoco podemos pretender ser más importantes para la sociedad de lo que realmente somos.
Si hubiera que elegir entre que en nuestra sociedad hubiera futbolistas o médicos, creo que la elección sería bastante fácil, aunque quizá los resultados de una hipotética votación arrojasen alguna sorpresa.
A este pensamiento me han llevado una serie de acontecimientos que han tenido cierta repercusión en estos últimos días. El primero, cuando la compañía aérea Air Nostrum decidió dejar en tierra a 80 pasajeros que volaban de Vigo a Madrid para dar preferencia a la expedición del Sevilla FC, cuyo avión había sufrido un percance técnico y no podía volar de vuelta a la capital hispalense.
Poco importó que los afectados se quejasen, perdiesen sus vuelos de conexión o clamasen al cielo. Dieron igual los motivos que esgrimieron los afectados, la prioridad era el descanso de los futbolistas en sus viviendas: el fútbol por delante de la vida real.
En las últimas fechas, he visto también algunos vídeos virales, que llegan desde Argentina, de aficionados que han hecho ciertas inversiones para ir a Brasil a ver la final de la Copa Libertadores, que disputaba el bonaerense Boca Juniors contra el Fluminense. En uno de ellos, se ve a un niño de no más de 8 años, entusiasmado con su padre, quien ha rifado sus pertenencias (una PlayStation del hijo y una moto del padre). En otro de los vídeos, entrevistaban a otro padre que había utilizado el dinero de las becas escolares de su hijo para pagar el pasaje de ambos e ir juntos a Brasil. Si algún día decido hacer algo similar, les pido desde esta tribuna que me encierren en lo más alto de una torre y tiren la llave al fondo del río, por favor.
Anteponer la posibilidad de ir a ver un partido de fútbol o cualquier otro tipo de espectáculo al futuro de los propios hijos es una clara muestra de que el sujeto en cuestión ha traspasado la delgada línea que separa la pasión del fanatismo. Y, como en todo, este último nunca es buen consejero. Lo que está claro es que hay gente para la cual sus ídolos lo son todo en la vida, incluso por delante de sus propias familias. Y eso, dentro de la escala de valores del que suscribe, no está bien.
Muchas veces, quienes vivimos del deporte nos obsesionamos en hacer ver en el mismo una trascendencia en aquello que hacemos que no tiene realmente (“nos jugamos la vida”, “es cuestión de vida o muerte” oímos y leemos a menudo en la prensa deportiva). No quiero caer en la demagogia, pero es más que evidente que el papel que tiene el deporte profesional en la sociedad es un papel de entretenimiento y quienes vivimos de ello así debemos entenderlo. Somos actores de una obra de teatro que se representa sobre un parqué, el césped o una pista de tierra batida, por ejemplo, en lugar de sobre un escenario. Eso no quiere decir que no tengamos que entregarnos al máximo, faltaría más, pero tampoco podemos pretender ser más importantes para la sociedad de lo que realmente somos.
Si hubiera que elegir entre que en nuestra sociedad hubiera futbolistas o médicos, creo que la elección sería bastante fácil, aunque quizá los resultados de una hipotética votación arrojasen alguna sorpresa.
A este pensamiento me han llevado una serie de acontecimientos que han tenido cierta repercusión en estos últimos días. El primero, cuando la compañía aérea Air Nostrum decidió dejar en tierra a 80 pasajeros que volaban de Vigo a Madrid para dar preferencia a la expedición del Sevilla FC, cuyo avión había sufrido un percance técnico y no podía volar de vuelta a la capital hispalense.
Poco importó que los afectados se quejasen, perdiesen sus vuelos de conexión o clamasen al cielo. Dieron igual los motivos que esgrimieron los afectados, la prioridad era el descanso de los futbolistas en sus viviendas: el fútbol por delante de la vida real.
En las últimas fechas, he visto también algunos vídeos virales, que llegan desde Argentina, de aficionados que han hecho ciertas inversiones para ir a Brasil a ver la final de la Copa Libertadores, que disputaba el bonaerense Boca Juniors contra el Fluminense. En uno de ellos, se ve a un niño de no más de 8 años, entusiasmado con su padre, quien ha rifado sus pertenencias (una PlayStation del hijo y una moto del padre). En otro de los vídeos, entrevistaban a otro padre que había utilizado el dinero de las becas escolares de su hijo para pagar el pasaje de ambos e ir juntos a Brasil. Si algún día decido hacer algo similar, les pido desde esta tribuna que me encierren en lo más alto de una torre y tiren la llave al fondo del río, por favor.
Anteponer la posibilidad de ir a ver un partido de fútbol o cualquier otro tipo de espectáculo al futuro de los propios hijos es una clara muestra de que el sujeto en cuestión ha traspasado la delgada línea que separa la pasión del fanatismo. Y, como en todo, este último nunca es buen consejero. Lo que está claro es que hay gente para la cual sus ídolos lo son todo en la vida, incluso por delante de sus propias familias. Y eso, dentro de la escala de valores del que suscribe, no está bien.