Han pasado ya más de diez años de lo que voy a contarles hoy, corría el año 2013. Tras la brutal crisis que azotó al mundo en 2008, y a consecuencia de ella, el Gobierno nos pedía a todos los ciudadanos que nos apretásemos los cinturones, mientras ordenaba recortes a diestro y siniestro, en un plan de ajuste que debía sacar al país de la situación dramática en que se encontraba. Desempleo, desahucios, casos de corrupción o prima de riesgo inundaban las noticias a diario en un panorama realmente desolador, seguro que lo recuerdan. Aunque han pasado ya quince años del inicio de la crisis, aún hoy en día sufrimos los coletazos de aquellos ajustes. Algunos estándares económicos nunca han vuelto a los niveles previos a 2008.
La universidad, por supuesto, no se libró de aquella situación. Yo me encontraba terminando mi Máster Universitario por aquellas fechas y tenía buena relación con algunos de mis profesores, quienes también habían formado parte de mi etapa académica durante la carrera. Profesores de aquellos que te marcan para el resto de tu vida, maestros en el más completo sentido de la palabra, y quienes poco tiempo después se convertirían también en compañeros, alguno también en amigo hasta la actualidad.
Como les decía, el Gobierno recortaba gasto público por donde podía, en su afán de sacar a la economía del país del agujero en que se encontraba. Cuando le tocó a mi Universidad, los recortes supondrían el despido de más de 300 personas, de las cuales once eran personal del INEF, mi Facultad, personal tan necesario como los técnicos de laboratorio, sin los cuales no se puede llevar a cabo algo tan básico como la labor investigadora. El Decano, Javier Sampedro, y todo su equipo directivo dimitieron al unísono de forma irrevocable para mostrar su disconformidad con las medidas adoptadas por el Gobierno de la Comunidad de Madrid, poniendo a su equipo humano de trabajo por delante de sus cargos de responsabilidad.
“Aquí solo dimitimos el Papa y yo, que soy Sampedro”, comentó por aquel entonces el Decano, haciendo gala de un sentido del humor a la altura del personaje. Hacía alusión a todos los políticos investigados en casos de corrupción, aferrados a su sillón hasta que la Policía se los llevaba esposados al calabozo. Alguno se aferró tanto al sillón que se fue detenido con trozos de tapicería pegados al pantalón. Otros, tristemente, nunca pisaron el calabozo, riéndose desde las Maldivas de todos los ciudadanos.
Para mí, que lo viví desde cierta distancia, pero con el cariño que uno le tiene a una institución que le ha marcado tanto y a las personas envueltas en la situación que les cuento, supuso un acto de dignidad realmente llamativo y, ya ven, hoy en día sigo recordándolo como un episodio del que aprender, sigo viendo a mis maestros como referentes, personas con principios que cada día pueden seguir mirándose al espejo y viendo personas con una ética capaz de superar cualquier prueba. Sea cual sea el cargo que uno ostente, y cuanto mayor sea su responsabilidad, más debe mirar por los que están a su cargo. Es difícil plantarse delante de alguien que está por encima de ti en el escalafón y decirle: “estas son las líneas rojas y por aquí no paso”, pero seguro que, al día siguiente, Sampedro fue feliz y pudo decir que hizo lo correcto.