Fernando Broncano –inteligente catedrático de filosofía y hermano del famoso y televisivo humorista- en su ensayo Cultura es nombre de derrota plantea una interesante tesis: “cultura en seis sentidos”.
El primero de los sentidos, el de la información, es el que posee una condición biológica mayor, pues es el que depende de la transmisión de la misma de generación en generación ya sea de forma oral o escrita. Se trata de un sentido crucial que marcará al individuo en su pensamiento y capacidad emocional y lo formará como ciudadano crítico.
El segundo, la cultura como civilización, se refiere a la formación que se decide dar y a la naturaleza de esta, y a ella deben aplicarse convenientemente los que tienen el poder de decidir sobre los planes de estudios y los contenidos de cada una de las materias comprendidas en ellos. Este sentido depende pues de quienes deciden cómo se planifica y se define la política cultural.
Por cultura como formación, el tercero, entendemos los procesos de transformación interna de la persona mediante la recepción y asimilación de sus mejores obras y de las de toda la humanidad. Está íntimamente ligada con la educación desde el punto de vista de quien la recibe.
En cuarto lugar entendemos por cultura como identidad aquello que está más ligado a la antropología y se encargará de describir con cuidado las convenciones sociales que hacen y explican lo diferente de cada sociedad.
Por cultura como símbolo, quinto de los sentidos, entenderemos ese papel fundamental que esta tiene como transformadora de toda una sociedad. Es Pierre Bourdieu quien habla de “capital cultural” y de ahí se recoge ese sentido –cultura como patrimonio, sexto sentido-. Sin duda es interesante esa noción que tan bien podemos conocer en nuestra provincia, un bien que puede cuantificarse y procurar un beneficio claro a los que habitan en ella.
La suma y combinación de todos estos sentidos configuran el total de la palabra cultura y la expresión y extensión de la misma. Pienso en los valores que nos definen como provincia y en los que se transmiten de generación en generación –un valor que suele ser efectivo y que perdura-; en aquellos que deberían formar parte siempre de nuestros planes de estudios –a veces sin el consenso necesario o expuestos a cuestiones políticas bien alejados del bien común- y en los contenidos culturales de los mismos –en ocasiones raquíticos y en otras con demasiada dependencia e idiosincrasia del profesor que debe impartirlos-. Pienso en aquellos que nos definen y nos diferencian de los demás –y que son muchos- y en cómo ha ido cambiando nuestra sociedad al son de la fuerza transformadora de la cultura –y que debemos ser muy conscientes de esa fuerza imparable y de valor incalculable-. Y por último pienso en todos esos bienes que configuran nuestro patrimonio material e inmaterial –y cómo debemos cuidarlo para que este repercuta en nosotros mismos-.
Podemos ser un ejemplo de la generación de sentidos culturales y del mantenimiento de los mismos pero para ello son necesarios algunos elementos indispensables: una conciencia cultural de altura basada en la memoria y en el respeto a la misma, una política cultural y educativa responsable y alejada del interés particular, y un reconocimiento de los rasgos que nos definen con el fin de hacerlos valer frente al resto y para el cuidado de nuestro propio patrimonio. A todo esto hay que sumar una financiación adecuada y la voluntad y la altura de miras de quien debe aplicarla.
Seremos lo que nosotros queramos y estoy seguro de que somos y queremos mucho. No hay nadie que pueda frenar a la cultura y a nuestros creadores y activistas, no hay nada que pueda obstaculizar su evolución y la fuerza motora de la misma. Lo decía Margaret Thatcher en un descuido o exceso de confianza: “no necesitan nada pues lo van a hacer igual”. A eso juega el liberalismo y es cierto que nada la detendrá, pero todos sabemos que es mejor si está bien financiada, es más digno para quien apuesta por ella si puede vivir convenientemente de su esfuerzo y, definitivamente, es mejor si la entendemos como santo y seña de nuestra identidad y creemos en nuestro patrimonio.
El primero de los sentidos, el de la información, es el que posee una condición biológica mayor, pues es el que depende de la transmisión de la misma de generación en generación ya sea de forma oral o escrita. Se trata de un sentido crucial que marcará al individuo en su pensamiento y capacidad emocional y lo formará como ciudadano crítico.
El segundo, la cultura como civilización, se refiere a la formación que se decide dar y a la naturaleza de esta, y a ella deben aplicarse convenientemente los que tienen el poder de decidir sobre los planes de estudios y los contenidos de cada una de las materias comprendidas en ellos. Este sentido depende pues de quienes deciden cómo se planifica y se define la política cultural.
Por cultura como formación, el tercero, entendemos los procesos de transformación interna de la persona mediante la recepción y asimilación de sus mejores obras y de las de toda la humanidad. Está íntimamente ligada con la educación desde el punto de vista de quien la recibe.
En cuarto lugar entendemos por cultura como identidad aquello que está más ligado a la antropología y se encargará de describir con cuidado las convenciones sociales que hacen y explican lo diferente de cada sociedad.
Por cultura como símbolo, quinto de los sentidos, entenderemos ese papel fundamental que esta tiene como transformadora de toda una sociedad. Es Pierre Bourdieu quien habla de “capital cultural” y de ahí se recoge ese sentido –cultura como patrimonio, sexto sentido-. Sin duda es interesante esa noción que tan bien podemos conocer en nuestra provincia, un bien que puede cuantificarse y procurar un beneficio claro a los que habitan en ella.
La suma y combinación de todos estos sentidos configuran el total de la palabra cultura y la expresión y extensión de la misma. Pienso en los valores que nos definen como provincia y en los que se transmiten de generación en generación –un valor que suele ser efectivo y que perdura-; en aquellos que deberían formar parte siempre de nuestros planes de estudios –a veces sin el consenso necesario o expuestos a cuestiones políticas bien alejados del bien común- y en los contenidos culturales de los mismos –en ocasiones raquíticos y en otras con demasiada dependencia e idiosincrasia del profesor que debe impartirlos-. Pienso en aquellos que nos definen y nos diferencian de los demás –y que son muchos- y en cómo ha ido cambiando nuestra sociedad al son de la fuerza transformadora de la cultura –y que debemos ser muy conscientes de esa fuerza imparable y de valor incalculable-. Y por último pienso en todos esos bienes que configuran nuestro patrimonio material e inmaterial –y cómo debemos cuidarlo para que este repercuta en nosotros mismos-.
Podemos ser un ejemplo de la generación de sentidos culturales y del mantenimiento de los mismos pero para ello son necesarios algunos elementos indispensables: una conciencia cultural de altura basada en la memoria y en el respeto a la misma, una política cultural y educativa responsable y alejada del interés particular, y un reconocimiento de los rasgos que nos definen con el fin de hacerlos valer frente al resto y para el cuidado de nuestro propio patrimonio. A todo esto hay que sumar una financiación adecuada y la voluntad y la altura de miras de quien debe aplicarla.
Seremos lo que nosotros queramos y estoy seguro de que somos y queremos mucho. No hay nadie que pueda frenar a la cultura y a nuestros creadores y activistas, no hay nada que pueda obstaculizar su evolución y la fuerza motora de la misma. Lo decía Margaret Thatcher en un descuido o exceso de confianza: “no necesitan nada pues lo van a hacer igual”. A eso juega el liberalismo y es cierto que nada la detendrá, pero todos sabemos que es mejor si está bien financiada, es más digno para quien apuesta por ella si puede vivir convenientemente de su esfuerzo y, definitivamente, es mejor si la entendemos como santo y seña de nuestra identidad y creemos en nuestro patrimonio.