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De ‘Fosfenos’, el idilio con el Jiloca, y la mirada de Enrique Villagrasa

Nacho Escuín

Los libros que uno escribe acaban por definirle. Lo hacen también los libros que uno lee, pero cuando son muchos uno acaba por leerlos de todos los colores. Hay libros buenos, regulares y malos que llegan a nuestras manos todos los días. Eso es así. También hay otra máxima esencial: los libros que escriben nuestros amigos no tienen que ser necesariamente buenos. No es demasiado recomendable confundir amistad con crítica literaria, el manido ejemplo del agua y el aceite valdría para esto, y la mala praxis crítica solo lleva a un buenismo absurdo que elimina el componente crítico de la crítica. Vaya galimatías.

Todo esto viene al caso de algunos apriorismos que quiero plantear antes de entrar de lleno en el asunto de los fosfenos. En primer lugar porque este es el título que ha elegido Enrique Villagrasa para titular su último libro –editado con sumo gusto por Huerga & Fierro, una editorial dirigida por dos diletantes de la edición independiente española-.

Un nuevo libro de Enrique Villagrasa es siempre un acontecimiento. Sus libros son un auténtico salvoconducto al interior de autor, a sus lugares sagrados –Burbáguena de sus amores, idealizada, eso sí, con un Jiloca que bien parece la Arcadia misma-, y a sus pasiones permitidas y prohibidas o secretas, aunque estas se presentan de forma tan elegante y sutil que aparecen también como si fueran del primer tipo.

Continúo. Fosfenos no es solo un libro, es algo así como la suma de todos los libros que ha leído Enrique Villagrasa, y eso es, una auténtica barbaridad, una gran biblioteca que se alimenta día a día. Villagrasa lee, lee, lee y lee. Si alguien tiene dudas sobre lo que estará haciendo Enrique este o ese día todo puede resolverse con lo siguiente: leer.

Llegan a sus manos novedades sin cesar, trata a todos los libros con un respeto absoluto y aprehende de cada uno de ellos lo que merece la pena de los mismos. Todo eso forma parte también de su poética, de ese imaginario que va trazando libro a libro, los propios y los de los demás.

Enrique Villagrasa es, acaso, el crítico más importante que ha dado nuestra provincia. Es un lector generoso y voraz, también un poeta que ama su tierra y a la propia poesía por encima de casi todo, y es un buen amigo de sus amigos –fiel, constante y generoso-.

Pero, y aquí viene otro de los asuntos señalados, sabe bien que el oficio de la crítica bien vale de vez en cuando un buen enfado. El autor, por lo general, no lleva bien que alguien señale las debilidades de su trabajo. Nos hemos acostumbrado, de un tiempo a esta parte, a confundir crítica con loa. La crítica se ha transformado en muchos casos en una mera nota informativa o en un espacio en el que quien sea que la ejecute solo se dedica a decir que ese libro es “fundamental”, “necesario” o “el mejor de cuantos se han publicado en ese año”. Enrique Villagrasa ha vivido todo eso, y lleva a sus espaldas incluso alguna querella de alguien que no es lo suficientemente humilde para comprender que escribir un libro y ser aplaudido por algunos no te convierte en dios. Quien lo probó lo sabe.

Desde su Burbáguena natal también ha soñado –junto a Begoña Fidalgo y el resto de miembro de la Asociación Cultural Burbaca- con un encuentro anual que reúne a algunas de las voces más importantes del panorama provincial, autonómico y nacional.

Enrique Villagrasa sueña y sueña, y sueña. En cada uno de esos sueños se dan cita los recuerdos –idealizados, reitero- de una infancia vivida en el Jiloca, de un mundo que le aguarda de nuevo ahora que ha cerrado una brillante trayectoria laboral en Tarragona y su puerto.

Todos te aguardamos de nuevo por aquí. Y Fosfenos es un libro excelente. Sí, he dicho todo lo que he dicho sobre la literatura, la crítica y la amistad, pero la verdad late en estas palabras. Nadie se arrepentirá de entrar en estas páginas compuestas por tantos libros.