De conservación y de vista, de revista y entendimiento; con todas las facultades mentales operativas, activas y reactivas; con el cuerpo elástico, la corambre tersa y la mollera en forma.
Es un ideal, una utopía humana que, sin embargo, está más cerca de lo que parece, aunque no llegará por la vía médica, por el farragoso y lento avance de la ciencia, sino por la complicadísima y dificultosísima -imposible casi- mejora de las costumbres y las pautas de trabajo.
Quiere decirse que ni las pastillas milagrosas, ni los elixires mágicos, ni los afeites reparadores, ni los costurones de la cirugía -chirlos de la desesperación o la vanidad-, ni otro ninguno de los mil intentos de negar los efectos del tiempo con que damos alivio a nuestra impotencia lograrán prolongarnos una requetemicra los telómeros; que
-maniobra inaccesible-, sino en evitar su acortamiento, en desactivar e incluso eliminar los factores que los acortan, factores bien conocidos por la comunidad científica y profusamente divulgados entre la inmensa garullada profana por las mil publicaciones, los dos mil documentales y las tres mil páginas web de la pseudociencia o ciencia recreativa que llenan el orbe.
Las prisas, las órdenes, las tareas impuestas, los horarios y el nerviosismo, junto con los caprichos absurdos, las ambiciones tontas y las necesidades autoimpuestas e innecesarias que nos hacen apechugar con ese ritmo aperreado nos comen los telómeros, nos los van devorando con la infernal glotonería, con la diabólica impaciencia de un estilo de vida pensado para consumirnos más que para construirnos.
No somos, al parecer, el objetivo, sino la herramienta; un utensilio que se va desgastando, ajando y desapareciendo con el uso. No somos el producto final, sino la maquinaria que lo fabrica; una maquinaria que periclita irremisiblemente por muy buen mantenimiento que le hagamos. Camino equivocado. Error de cálculo. Perspectiva incorrecta. Espejismo de que mejor estaremos cuanto más tengamos, y trampantojo de perseguir como almas que lleva el diablo -cuántas ampliaciones habrá hecho el infierno- una lista interminable de bagatelas.
Justo lo que acorta los telómeros; lo que resta calidad y tiempo a la vida inicial, a la vida otorgada, señalada, marcada y decretada por la longitud y lozanía de los telómeros, que no pueden dilatarse, como hemos dicho, pero sí conservarse.
Bastaría con irse a dormir en cuanto aparezca el sueño y levantarse cuando se haya dormido lo suficiente; con desayunarse y darse un garbeo tonificador; con evitar el apresuramiento y no hacer más tareas que las voluntarias; con desterrar las comparaciones y las inquietudes; con adscribirse a lo simple y contentarse con poco; con disfrutar la felicidad que se tiene alrededor y no ir a buscarla en exóticos vericuetos, llenos de personal avieso y entrenado para sacar dinero a los incautos.
Bastaría con la chamba, con la potra, con el chilindrón de un cuponazo. Y bastaría, en su defecto, con que la guagua ferroviaria, el columpio de las muchedumbres, el tren ominoso pero imprescindible para llegar descansado al trabajo volviese a funcionar de inmediato -no más de una semana- cuando una tempestad lo destruye. Sólo es cuestión de gente y sogas. De medios a mansalva.
Quién hubiera dicho que, acuciados por la fatiga de la conducción, por la extenuante pesadilla del tráfico, por el marasmo físico y mental del embotellamiento, pediríamos la guagua, suplicaríamos el tren, impetraríamos la noria infecta de los estornudos y los pedos, de las toses y las halitosis, de las angustias y los apretujamientos.
Quién hubiera dicho que añoraríamos el contagio y la impuntualidad, el tufo y la mezcolanza, la sacudida enervante y el colegueo insufrible. Pero todo es por vivir un siglo en perfecto estado, por detener o al menos ralentizar al máximo el desgaste de los telómeros.