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Viajero en el tren y en el tiempo Viajero en el tren y en el tiempo

Viajero en el tren y en el tiempo

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Juan Vicente Yago

Por una circunstancia feliz vuelve a ser uno, cinco lustros después, usuario del tren, viajero de cercanías que viene de lejanías, de cuando el billete se pagaba y la gente iba sentada en hora punta.

Vuelve a ser uno viajero de cercanías y a la vez, por las casi tres décadas transcurridas, viajero en el tiempo. Ha recuperado uno enseguida la costumbre del tren, que sigue siendo el mismo aunque muy otro; está viviendo uno idéntica experiencia pero distinta porque uno, con la maquinaria más vieja, es todavía el que fue, y el tren, con la maquinaria más nueva, también, pero el resto del programa ferroviario se parece muy poco al que uno conociera; tan poco que uno, como ha dicho, no sólo viaja en el espacio sino en el tiempo: viene de otra época; llega, por la mencionada circunstancia feliz, al tren del presente desde un pasado relativamente lejano; y sube uno a los vagones como subió y seguirá subiendo: confiado en el asiento seguro y en el ámbito despejado y respirable, pero pasa el trayecto de plantón, compreso de las muchedumbres y en asfixia de miasmas.

Y mira uno a su alrededor y reconoce a los estudiantes y trabajadores de siempre, pero no repartidos y tranquilos como solían estar sino insertos, apretados, apretujados, azocados, azoquetados, como piezas de taracea entre las agerasias inquietas, bulliciosas, desquiciadas o chifladas; entre las medianas edades atrompicadas, emborrachinadas o amodorradas; entre la inmensa garullada foránea, esa montonera itinerante cuyo derecho nadie cuestiona -faltaría más- pero cuya presencia no han percibido las autoridades, visto que los trenes no aumentan su longitud ni su frecuencia de paso; y entre jóvenes desorientados y gente confundida en general. Un tren columpio. Un tren superpoblado. Un tren penoso. Un servicio deficientísimo.

Una infraestructura ferroviaria incapaz de dar abasto simultáneamente a los viajeros de verdad y a tantos desnortados y azotacalles, a tantos adeptos a la gratuidad, a tantos desasosegados, a tantos culos de mal asiento, a tantas víctimas del tedio y a tantas estantiguas que han decidido valerse del tren para dar algún alivio a sus ofuscaciones particulares.

Millones de alelados pasan el trayecto entero mirando el teléfono móvil, dejándose zombificar, deseducar, deconstruir, disolver, aturdir, gangrenar y lobotomizar por la bazofia, el ruido, el escándalo y el infierno que de allí emergen. Es el entorno extraño, desacostumbrado y enervante que uno encuentra en este ferrocarril, tan parecido al de su tiempo, mientras atraviesa el mismo paisaje a las mismas horas en que lo atravesaba cinco lustros ha, y con el mismo talante de aquellos años. No mira uno el teléfono portátil ni ganas tampoco. Viste uno como vestía, piensa como pensaba y no se aburre uno, como tampoco se aburría entonces, viendo las mismas cosas.

No sabe uno si es del pasado y está en el presente o es del presente y está en el futuro, pero lo cierto es que no está uno en el tiempo que le corresponde. Quizá se ha dormido uno en el tren y tiene una pesadilla distópica. Quizá despertará uno pronto y se hallará en un convoy sin apreturas ni majaderos.

En cualquier caso, hay algo en este medio de transporte que se mantiene, algo que habiendo cambiado la esencia conserva intacta la imagen, algo que conecta las épocas y que infunde al tren ese aire familiar que uno ha notado: el pasajero de todos los trenes a todas las horas; el pedigüeño que hace un cuarto de siglo reunía por caridad el importe del billete y que hoy, proletarizado, te da un pirulí a cambio del óbolo.

Es lo único de ayer que permanece; lo único a lo que puede agarrarse uno para no sentirse completamente fuera de lugar.