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Silencio mental Silencio mental

Silencio mental

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Juan Vicente Yago

Que no silencio intelectual, porque nada tiene que ver una cosa con la otra, el sosiego y el equilibrio de la mente con el trabajo e incluso la efervescencia del intelecto, la bucólica paz de la mollera con el movimiento intenso e intensivo de sus neuronas.

Tanto es así que de lo primero depende lo segundo, que no hay actividad cerebral eficaz si no hay paz mental efectiva, que no se obtiene producto intelectual de una mente aturdida. Vivimos en el siglo de la escandalera mental, en la época más ruidosa -más psicológicamente tronada por atronada- y más cacofónica de la historia.

De ahí la cutrefacción de la novelística y la telefilmización de la cinematografía: el declive inédito de la narrativa literaria y audiovisual. Pierde calidad lo grande y arrastra, en su derrumbe, lo pequeño. A proporción y renglón seguido. Porque si tan bajo ha caído la película, dónde habrá llegado la serie y no digamos lo independiente y lo naïf. Hay un alboroto, una estridencia, un barullo tal en el ambiente, son tantos los vídeos deleznables, las músicas fofas y los mensajes idiotas que atarugan a diario las mentes, que no las dejan respirar ni reposar; que las mantienen, sin darles tregua, en una como histeria permanente o depresión oligofrénica, en una demencial chifladura por las banalidades, en un culto rendido a las mentecateces y en un ruido ensordecedor, acaparador y enloquecedor; un ruido que incapacita, que altera la funcionalidad normal de la mente y la reduce al reflejo y al automatismo. Instinto y animalidad pura.

No hay silencio mental, y por tanto se ralentiza, si no se detiene por completo, la floración intelectual. Es un estruendo que viene de fuera, del aire, de los grandes centros productores de ruidos, y que trastorna el carácter de sus víctimas para volverlas amplificadoras y difusoras de jolgorio.

Atención los que vais pasando con el dedo un vídeo tras otro, sin acabarlos de ver, sin empezarlos, sin saber entreteneros ya de otro modo, incapaces de salir del colorido, la polifonía y el embuste de la pantallita. Cuidado porque, ofuscados y enajenados, idos y zombificados, nos ofuscáis al resto con vuestra grita y algarabía.

Cerrad el pico al menos cuando, encajonados con vosotros en el tren columpio, en la guagua terrorífica, no podemos evitaros. Cerrad el pico y libradnos de vuestro garlo, de vuestra garla o de como quiera que pueda llamarse la cháchara execrable que os gastáis. No nos perturbéis el silencio mental a los que no nos conformamos con menos que dormir o mirar por la ventanilla. No habléis tanto que molestáis, que proyectáis alrededor vuestra barahúnda interna y vuestra empanada mental; que ponéis en evidencia la deplorable situación de vuestro intelecto y hacéis que peligre, por contacto, capilaridad y ruido, el de quienes cultivamos con esmero el silencio para seguir pensando.

No nos trasladéis esa vibración vuestra de azogados, ese mal de San Vito, esa loca hiperactividad que os habéis metido en el tiesto a fuerza de pantallorreo. Echad un vistazo a vuestro alrededor y veréis que todavía somos muchos, aunque sumidos en la inmensa garullada que formáis parezcamos pocos, los que mantenemos en silencio la mente para escuchar al intelecto; los que no nos aburrimos cuando no hacemos nada -¿puede haber algo más entretenido?-; los que no sentimos ningún prurito en los tiempos muertos, tan vivos, del tren, de la cola, de la sala de espera o la antesala administrativa; los que no convertimos el ocio en una vorágine agotadora; los que nos contentaríamos, lluvia de millones por medio, con abandonar el horario maldito y sentarnos a leer o a papar moscas; los que no acabamos nunca de ver un cuadro, una cara o un paisaje; los que percibimos como un chirrido insufrible la cencerrada, el sonsonete y la cancamusa que sale del artilugio; los que no tenemos miedo a la cadencia del pensamiento; los que vivimos el silencio como sonido intelectual, como armonía, eufonía, melodía y alegría.

No turbéis nuestra quietud. No nos endiñéis vuestra crispación. No nos contagiéis vuestro desnivelamiento. No nos espurreéis vuestro pandemonio. Callaos, corcho.