Siguen los políticos actuando como si lo suyo -la sofistería, la fantasmagoría y el saltimbanquismo- importase lo más mínimo a una sociedad más imaginada que real por estar descompuesta en pleno apiñamiento e inconexa cuando más posibilidades de conexión tiene. Siguen actuando ante un patio de butacas vacío no se sabe a ciencia cierta si por la no asistencia o la no existencia de público. Siguen vociferando y gesticulando para un auditorio ausente o a veces mínimo pero distinto del perspicaz, crítico y receptivo que hubo en su día porque sólo queda un vestigio degenerado en chusma, un residuo arrabalero, melancólico y difícil de identificar. Esta circunstancia la conocen bien los políticos, pero mantienen su espectáculo en marcha con auxilio de los medios, que también -y tan bien como los políticos- conocen el nulo interés de las turbas por la trapisonda parlamentaria pero lo disimulan porque la indiferencia popular es la ruina.
El caso es que, a sabiendas o no, los políticos actúan ahora sin público, al aire, y con ello se abocan, más todavía si cabe, a la dimensión ectoplasmática; se desplazan, si es posible que alguien se desplace más a donde ya está
-como intensificando y densificando la posición-, al impreciso y vaporoso, invisible, abstracto y torrefacto rincón de lo irrelevante. Pero hacen como si no; como si a la plebe, al vulgo, a la marranalla o como se llame lo que ha quedado -si es que ha quedado algo- de lo que fue sociedad, no le pareciese ya completamente inodoro, incoloro, insonoro e insípido el alboroto y la zarabanda que organizan a diario en los hemiciclos, en las calles y en el espacio electrónico sideral; como si alguien los viese u oyese; como si alguien los escuchase. Han creído su propia mentira, su embuste obsesivo de que lo cierto es el relato, y pasan el tiempo relatándose que lo suyo sigue teniendo aliciente, persuadiéndose de que la población acoge sus palabras, no queriendo ver que las muchedumbres han dado un rodeo físico y mental para no encontrárselos, para evitar sus matracas, para simplificarse la vida y sintetizarla en una dualidad elemental de trabajo y ocio, dualidad en la que no caben las noticias ni los chismes políticos.
Ya no hay sitio para la política en las existencias individuales. El estado vital del ciudadano medio -de la pobre criatura vulgarizada y zombificada-, como todo en este siglo de los desmoronamientos, atraviesa una radical-polarización, y unos por exceso de quehaceres, otros por sobra de holganzas, ninguno tiene tiempo que perder con la farsa, dramática o hilarante, noble o capciosa, patética o ridícula, mayúscula o minúscula que siguen representando los políticos. Quiere decirse que la parte política de la cosa pública -los enfrentamientos, los rifirrafes, los dimes y diretes, los berrinches y las animaladas- ha venido a ser, en la percepción colectiva, lo mismo que una teleserie trasnochada o una película vieja, por lo que sólo encuentra eco y apariencia corpórea en emisoras de teleseries trasnochadas y películas viejas, que son las únicas emisoras en que salen analistas escandalizándose y dando pábulo al inmenso embeleco parlamentario de cada instante. Para el resto del mundo la política se ha vuelto mercancía caducada, timo archiconocido, quincalla informativa, baratija filosófica y pacotilla ideológica. El personal quiere divertirse y mirar la pantalla. No le interesa ya el encanallamiento político; de modo que la porción aperreada de la clase media y la totalidad aperreadísima de la clase baja, la infinita caterva de los badulaques, la masa informe y deforme, la descomunal garullada que se desorienta porque llena el bandullo con la pitanza incorrecta es el público sin el que se han quedado los políticos. Nunca tuvieron otro, y ahora lo han perdido por convertir en espectáculo el debate y la gestión. A espectáculo -¡ay!- les gana internet.