Es cierto que hacen falta ganas, ilusión y tenacidad; pero también lo es que las ganas, la ilusión y la tenacidad —y la voluntad, y la paciencia, y la resiliencia— no bastan, y que ni siquiera son lo fundamental. Esto último no lo dicen los gurús del éxito porque no les interesa decirlo, porque les desmontaría la barraca y porque restaría épica y lirismo a su milagrosa panacea del ánimo infinito, al jarabe de sofisma que predican a voz en cuello entre los ignorantes. No lo dicen tampoco los triunfadores, los que han alcanzado el éxito, los que han «llegado», aunque su motivo para no decirlo es más inocente y candoroso: ellos han perseverado y lo han conseguido; están sinceramente convencidos de que basta resistir para ganar, y no conciben que otros hagan lo mismo sin resultado. Así que, por unas cosas o por otras, ni los que se dedican a consolar fracasados ni los que han conquistado la fama dicen la verdad, una verdad sencilla donde las haya, una verdad corriente y trivial, de las que no se ven por no querer verlas: que para llegar a ser Morgan Freeman, además de poner el empeño y hasta la obstinación que se puede y debe poner, hay que tener la cara, la voz y el porte de Morgan Freeman; que hace falta una cualidad que valide los esfuerzos; que no llegan los que quieren llegar, por mucha intensidad que tenga su deseo, sino los que tienen un plus, un extra, un algo inimitable, único e intransferible que los hace llegar; que debe uno presentarse a numerosos castings y confiar en sí mismo lo suficiente para no desanimarse cuando lo rechacen, pero lo imprescindible, lo decisivo, lo que determina que tenga una posibilidad real es la cara, la voz y el porte. Quiere decirse que Morgan Freeman es Morgan Freeman de nacimiento; que cuando lo entrevistan, o se da un garbeo por Central Park, o entra en un restaurante, o asiste a un acto benéfico es tan Morgan Freeman como en las películas; que vaya donde vaya se mueve, habla y se ríe igual que Morgan Freeman; que lo tiene, el puñetero, y además lo ha trabajado. Además. Como también lo han trabajado Clint Eastwood, Johnny Depp o Denzel Washington. Lo han trabajado «además». Han trabajado la insistencia, la fe inquebrantable y los difíciles comienzos —dijo, decía, dice González-Ruano que todo escritor se pasa veinte años empezando—. Han dado, junto a miles y miles de aspirantes, lo mejor de sí. Pero sólo han llegado ellos porque además de las ganas, la constancia, la insistencia, la paciencia y la resiliencia tenían lo otro, lo gordo, lo verdaderamente importante, lo exclusivo y decisivo, el detalle que marca la diferencia: esa cara, ese porte y esa voz. Esto se lo callan los gurús del ánimo y del tú puedes, los predicadores del empeño rabioso y la osadía furibunda porque su mercado, su clientela está en el tropel de los fracasados, de los mediocres y de los ilusos, a quienes embaucan con la zalema del querer es poder y otras vaciedades de halagüeña sonoridad. Y eso que hubo mil candidatos pero el papel fue para Matt Damon; dos mil pero se lo llevó Michael Douglas; tres mil y se lo dieron a Keanu Reeves.
El anhelo es un magnífico factor de autoengaño, pero lo cierto es que una cosa es querer y otra poder; que la persistencia y el ahínco son muy útiles pero sólo Morgan Freeman es Morgan Freeman; que lo crucial se lleva de serie, y que por eso hay dos éxitos: el éxito popular, con asiento en el Olimpo y entorchados de leyenda, y el éxito particular, anónimo y humilde ante uno mismo y sus allegados.
A los buhoneros de la red social, a los compositores de consignas falaces, a los mercachifles del éxito universal, a los engañabobos de las autoayudas inverosímiles, a los propagandistas de la igualdad apócrifa, a los vendedores de humo alucinógeno y a los que han triunfado sin saber exactamente por qué: Morgan Freeman es Morgan Freeman por ser Morgan Freeman.