Confiésatelo. Reconócetelo. Si quieres me lo confesaré y reconoceré yo, con tal de confortarte y animarte a dar el primer paso —el que más cuesta— en el camino a ser mejor. Confesémonos y reconozcámonos indiferentes. Tan indiferentes que nos dejó fríos el espectáculo de muerte y destrucción que vimos en directo y a través de las pantallas; que nos importaron un bledo los testimonios desgarradores que surgían donde quiera que mirásemos; que desviamos la mirada y echamos aire por el oído cada vez que nos llegó una imagen, un sonido, un eco de la zona maldita; que nos hicimos cruces de lo poquísimo que faltó para que nos pillara el desastre cuando pasamos por allí, montados en el columpio ferroviario, minutos antes de que la corriente lo engullese todo. Por los pelos, nos dijimos, entre susto y alivio; por los pelos, repetimos, pensando sólo en lo nuestro, en lo que hacíamos, en lo que nos ocupaba. No nos queda sitio para los demás, para los otros, para lo ajeno, y no porque vayamos llenos de nuestras cosas, que son casi ninguna, sino porque preferimos el vacío al incordio del prójimo.
Los hemos visto desgañitarse y tirarse de los pelos; llorar y perder los estribos; manotear su impotencia y dejar, desfallecidos, que la rabia los domine; ofrecer la estampa triste de la desesperación. Y no hemos movido un dedo. Ni tú ni yo. De nada nos ha servido la teoría, el sabernos unos con los otros, compañeros de viaje, camaradas todos en la misma peregrinación. Incluso nos ha fastidiado la insistencia, la machaconería informativa, el empeño infame de meternos en casa el drama, los detalles ominosos, las aristas morbosas y la lividez de los inundados. Tampoco nos conmovieron las manos de la frustración y el despecho impresas en los muros de la burocracia, ni la patética ofuscación que llenó de barro a los reyes, ni las muecas doloridas, ni los lagrimones, ni las voces rotas. Nada hizo mella en la imperturbable indiferencia que nos gastamos o nos desgasta, con que nos cubrimos o nos descubre.
No ganas nada negándotelo. Debes afrontar la vergüenza de tu carácter, de tu natural indiferente y egoísta, para poder huir, antes de que zarpe, de la barcaza infernal. Hazlo para que tus contorsiones y rebullires —el mal de san Vito de tus remordimientos— no pongan sobre aviso al viejo e irascible barquero, porque si fija en ti su espantosa mirada, si repara en ese vivo que, despistado, se agita entre los espectros que se dispone a transportar, de nada servirán tus explicaciones, tus ruegos ni tus alaridos. Caronte no atiende a razones, y no te dejará escapar. Te mantendrá en el esquife a rebencazo limpio. Así que huye ahora que puedes; desembarca reconociéndotelo, corre confesándotelo, y no pares hasta que notes algo parecido a la compasión. Yo te acompaño, porque también lo necesito. Apartémonos juntos de la tenebrosa orilla de la Estigia. Reconozcámonos indiferentes. Confesémonos apáticos e inconmovibles. Entonemos a voz en grito el mea culpa.
La única solución aceptable, que sería una reconstrucción gratuita y completa con cargo al erario, más un desvío monumental del condenado barranco, no llegará, no se hará, y aquello puede ser pasto de buitres y especuladores. Pero a ti eso no te preocupa. Ya funciona el tren y se han despejado las carreteras; lo tuyo ha vuelto a la normalidad, y a los demás —¡ay!— que les den morcilla. Se la darán, sí, pero con el queso rancio de la usura. Ni a ti ni a mí nos importa; pero yo al menos me lo he reconocido, me lo he confesado. ¿Cuándo lo harás tú? No hace falta que sea en este mismo instante, pero dime al menos que lo pensarás, que no renunciarás a la poca humanidad que te queda. No quisiera verte a la luz sulfurosa de la Estigia, uno más en la traílla de Caronte, esperando ser llevado al averno.
Quizá te parezco poético, pero sólo soy fidedigno. La vida humana, pese a sus épicas, es una constante lírica. “Poesía y verdad”, como escribió Goethe. Y el resto son escorias, pegotes y suciedades que nos endiña el maligno. Recházalos; reconócetelos; confiésatelos. Yo cabalgo hacia esa batalla, y te invito a que me acompañes. Recibiremos heridas en la refriega —heridas honrosas—; pero estaremos libres, en cuanto iniciemos la marcha, de la oscura mazmorra de la indiferencia, del pozo del báratro y el péndulo de Lucifer.