Está claro que hiperactividad natural, espontánea, de nacimiento hay o debe de haberla tanta como siempre -incluso menos, por la baja natalidad-; que una parte del huracán de hiperactividad que azota las aulas no es evitable.
Pero hay otra parte -vamos a llamarla hiperactividad inducida- que levanta suspicacias por lo inédita y virulenta; una porción de la hiperactividad general que más parece disparo de actividad retenida que otra cosa. Es la hiperactividad que presentan los niños cretinizados cuando les quitan el pantallote; la danza de san Vito que no tienen cuando sus padres, para chafardear tranquilos, les ponen delante un teléfono que les deja obnubilados, catatónicos, con las fuerzas aherrojadas, aprisionadas, intactas y en salmuera inflamable.
Los tienen así todo el día, con déficit de movimiento y exceso de audiovisual, hasta que vuelven al colegio. Y allí -¡ay!- son los llantos y el rechinar de dientes, los ojos en blanco, las miradas extraviadas y el delirio en los chavales; y los ojos inyectados, los gritos desaforados, los espumarajos y los barruntos de apoplejía en los docentes. Es la hiperactividad inducida, el alivio de la presión, el no poder parar por haber parado en demasía, la desesperación y la derrota del profesorado.
No es posible que haya tantos niños hiperactivos de nacimiento: este desmesurado índice de hiperactividad es algo nunca visto, una peste, una epidemia, una pandemia, un pandemonio, un frenesí que les viene cuando les quitan la camisa de fuerza digital.
Por eso uno sospecha que la mayoría de niños hiperactivos no son tales; y lo sospecha porque ya es gato viejo y en su época, siendo cuarenta y pico por aula y jugando en la calle las tardes enteras no había hiperactivo ninguno.
De modo que no hay lógica natural en esta deflagración hiperactiva de ahora, de hace poco, de hace demasiado. Tienen que ser las pantallas. Tienen que ser los padres que se las ponen delante. Son casos a millares de hiperactividad artificial, de torpeza parental, de locura colectiva. Y si no sale a relucir toda es porque hay en la enseñanza mucho miedo y mucho disimulo que vienen de la escasez de clientela, de que faltan alumnos o sobran colegios. Pero un día el disimulo estallará y cubrirá las paredes de apestoso gotelé fecal.
El hiperactivo inducido es el niño paradigmático del modelo contemporáneo de familia; el fruto más bien tardío de unos padres enamorados de sí mismos, de unos ilusos que quieren ser jóvenes al filo de los cincuenta y no saben qué hacer con este rorro que ha llegado a destiempo. No era el momento a los treinta y no lo es a los cincuenta, porque lo cierto es que nunca es el momento en la era del tardeo, el pirujeo, el evento, la inmadurez crónica y el pitiminí existencial.
Sin embargo, contra todo pronóstico, por un remanente de atavismo, por un impulso misterioso, el niño llega, el niño irrumpe y exige acomodo en una vida saturada, repleta, requeteprogramada y ultraegoísta. Y el niño no es un mueble, ni un bibelot, ni un autómata que nos divierte a horas fijas. ¿O sí? La pantalla es el remedio, el auxilio, la escapatoria para el canguelo paterno; el grillete infantil, el narcótico infalible, el flautista digital que sumerge al niño en un marasmo de luces, colores, estridencias y escándalos, y lo vuelve niño desconectable, niño maleado y preadulto falluto.
El poder de la pantalla le fumiga la imaginación y le frena la fuerza física: se la encadena, se la confina y se la mantiene latente, vibrante, impaciente, convertida en bufido sordo y cuerda tensa, con lo que salir de casa y entrar en el aula sin pantalla es abrir la caja de Pandora, cortar la cuerda, soltar al toro.
Asomaos a un aula y lo veréis. Apiadaos de los profesores, comprendedles y ayudadles, porque aguantan en silencio los mil vergajazos de los hiperactivos inducidos y no dicen, por una mezcla bastante frecuente de abnegación vocacional y cobardía, las verdades del barquero a los directores de colegio y a los padres, verdades que tarde o temprano alguien tendrá que decirles.