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Juan Vicente Yago

Nada como un examen de grandeza para comprobar el nivel de bajeza, porque la grandeza no se finge: si se tiene, se manifiesta; y si no, en el trance de manifestarla sale cualquier adefesio.

Rascada con la piedra de toque de la grandeza olímpica, Francia se ha desmigajado en morralla, en escoria, en puro detritus; ha dado su ley íntima, su estado lamentable, su verdad inmoral, chabacana y ridícula, su triste y avanzadísima descomposición, su capitulación sin reservas al pensamiento débil, su escandaloso abandono de la elevación espiritual, el idealismo y la elegancia propios de unos juegos olímpicos. Recibió el encargo de organizar los de 2024 y le ha salido una marranada, una patochada, una ofensa religiosa, un cabaret esperpéntico, una pantomima desnivelada, una feria muestrario de la cutrez y el mayor escarnio que puede hacerse al espíritu de las olimpiadas, que venía la bandera plegada, en manos de un fantoche con otra en el cuello a guisa de capa, en lugar de venir extendida y portada con emocionante respeto por campeones olímpicos; que se utilizó al deporte y a los deportistas como comparsas de una mojiganga delirante; que se trufó París de ligerezas históricas, de superficialidades y de aberraciones; que se aprovechó una ceremonia importante como escaparate de no se sabe o se sabe demasiado bien qué propaladuras ideológicas; que Francia convirtió su capital en cuadro del Bosco, en dominio de la basca, en palestra del despropósito y en circo del cisco.

Francia, faro de la Europa, cuna de la razón ilustrada y la civilización moderna, es ya Franciona de la Europona, extrema decadencia motivada por largos años de flojera cultural, de raquitismo legal y de licuefacción moral, de una completa degeneración que se ha evidenciado al tocar la llama griega, el fuego limpio y noble de la fraternidad universal en el deporte.

Occidente periclita. Es una civilización decadente. Se ha dado a la francachela y al bienestar, al egoísmo y a la molicie. A la porfía en la orgía. No tiene ideales altos ni convicciones firmes, y por eso pierde la identidad e incluso la entidad. Se va diluyendo entre la sustancia densa y ambiciosa, vigorosa y tenaz que se le infiltra y entrevera. Occidente fue Grecia y Roma; y ha sido Inglaterra, Francia y Alemania. Pero ya no es nada. El suspenso bochornoso de París en el examen de la inauguración olímpica lo demuestra. Francia es ahora desintegración, alianza de civilizaciones y evaporación de principios: anulación en curso, que también se barrunta en sus adláteres. Ni siquiera lo de Londres, en 2012, mitiga el pesimismo. La capital inglesa dio la talla; pero entonces presidía la segunda Isabelona, pequeño frasco de brío y convicción, último vestigio de la Europa fuerte y churchilliana, postrero fulgor de un rescoldo que se apagaba. El viejo y agotado continente se cubre hoy de tiniebla y anonadamiento, de podredumbre y desvergüenza, de ignorancia y grosería, de corrección política y rebelión de las masas, de zafiedad que se caga en las olimpiadas y en la madre Grecia que las parió.

En 1789 Francia dio muestras de locura, extravío, demencia o como quiera llamarse justificando una hecatombe al grito de libertad, igualdad y fraternidad. En 2024 ha transformado un acontecimiento excelso en una hedionda bufonada. El declive, por tanto, viene de lejos. Francia y Europa se desvanecen. Y occidente con ellas.