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Conductores de autobús Conductores de autobús

Conductores de autobús

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Juan Vicente Yago

Nos traen y nos llevan: a quienes vamos a trabajar y a los ociosos; a los estudiantes y a los vejestorios de mal asiento; a los limpios y a los marranos. Pasan los días haciendo el monótono y engorroso trayecto de las mil rotondas y los dos mil baches, de los atascos, los frenazos y los acelerones, para llevarnos a trabajar, a estudiar o a matar el reconcomio existencial.

No se meten, como se mete uno, que además de usuario es hablador y cascarrabias, en las motivaciones viajeras del populacho; se limitan, y no es poco, a observar una puntualidad escrupulosa, conscientes de que la suya es la nuestra, y a bregar, para no perderla y que no la perdamos, con la carretera y sus circunstancias.

Vienen de toda España para compensar la injustificable tardanza del Gobierno en la reparación de la vía férrea -poca gente y sogas menos- cruzándonos, como Carontes bondadosos, la Estigia de la destrucción, el tramo que la barrancada ominosa dejó sin raíles. Ni una mala palabra; ni una mueca de impaciencia; siempre amables y educados, contestando cada pregunta y correspondiendo a cada saludo.

Son los autobuseros -así los llaman en mi pueblo por una combinación, a partes iguales, de prepotencia infundada y zafiedad congénita-, o mejor dicho los conductores de autobús, que siempre han dado ejemplo de profesionalidad y ahora, con el maravilloso puente rodado que nos ofrecen, han elevado lo suyo hasta el virtuosismo. Porque no sólo atraviesan el trecho maldito cargados con los trabajadores, los estudiantes, los ociosos, los perrosordos y las momias inquietas que cada servicio les depara, sino que nos contagian, con su buen hacer, el gusto por la conducción, ese gozo que da una curva bien trazada, un volantazo preciso, un cambio de carril milimétrico y un estacionamiento impecable.

Los conductores de autobús, que venían trabajando en el espacio discreto y poco visible que ocupan los que hacen funcionar y prosperar un país, han pasado, en estos días aciagos, a un primer plano mediático y sociolaboral que pone de relieve lo indispensables que son. Sin ruido, sin alharacas ni pavoneos, pero intensamente iluminado, el gremio del autobús imparte una cátedra de organización, pundonor y responsabilidad; una lección magistral de cómo ganarse la soldada; una lección que deberíamos aprovechar todos, especialmente los paniaguados de la política, los profesionales de la verborrea y la inacción, los integrantes del inmenso, desproporcionado armatoste administrativo que gravita sobre la ciudadanía y ralentiza el progreso. Cuando todo esto acabe, cuando finalicen los lentísimos trabajos de arreglo ferroviario que se van haciendo con la calderilla que no se gasta en petardos para Ucrania y en otras idioteces que vacían inútil si no perniciosamente las arcas públicas, cuando podamos de nuevo surfear sin interrupción las vías, y la guagua nos vomite otra vez en la Estación del Norte, los conductores de autobús habrán subido varios peldaños en la consideración popular y estarán, si no lo estaban ya, en la vitrina de las admiraciones colectivas.

Habrán sido -están siendo- el transporte, la solución, el descanso de quienes, en un primer momento, nos vimos abocados a las ansias y las bascas de la congestión automovilística. Merecen la medalla al mérito en el trabajo. Y convendría, de paso, aprovechar la coyuntura para iniciar una reflexión sobre si se permite o no que los ociosos, los inquietos, los aburridos, los mirones, los desnivelados y los danzantes abarroten a lo tonto el transporte público.

El gremio del autobús regala su cordialidad sin distinción; pero ninguno de los usuarios habituales ignoramos que a cada recorrido le sobra casi medio pasaje; que ni las circunstancias excepcionales ni las incomodidades arredran a los ociosos, a los cotorrones, a los beodos y a los azotacalles.