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Será una de las paradojas más interesantes del siglo; una contradicción curiosísima: que dejarán de leer a golpe de lectura; que se apartarán de los libros por el desentrenamiento de irlos leyendo. Será cosa de ver. Un auténtico fenómeno. Un efecto rebote o reacción alérgica. Una consecuencia de la homeopatía intelectual que prescribe infranovelas de minicapítulos para fomentar la lectura, que promociona la inteligencia insultándola o que adapta las exigencias académicas al declive cultural.
El objetivo es que lean, pero como no son capaces de mantenerse atentos el tiempo que se tarda en recorrer dos páginas, les ponen delante capítulos de una, de media, de ninguna; y como su pensamiento abstracto y su imaginación están bajo mínimos, les ahorran el ímprobo esfuerzo de captar los matices y les dan historias de trazo grueso, todas instinto y acción externa.
Pero los teléfonos móviles y sus colorines no van a desaparecer, sino todo lo contrario: seguirán hipnotizando a las multitudes, pasmándolas, desnivelándolas y envenenándolas, de manera que pronto les costará lo indecible descifrar siquiera diez líneas, cinco, dos de una sola tacada, y la extensión de los capítulos pasará entonces de páginas a líneas, e incluso de líneas a palabras. Toda novela con ciertas pretensiones habrá de ser una filigrana evocativa, un prodigio de concisión, una exhibición de laconismo. Una palabra sugestiva, dos, y al capítulo siguiente.
Pero ni con semejante minimalismo acercarán los libros a las masas, porque los vídeos cortos, esas entretenidísimas befas audiovisuales que hinchen el cumulonimbo electrónico, en breve cuántico, son insuperables. Optar por la simplificación literaria, por tanto, es hacer el juego a la chuchería digital, hacer que la lectura muera de su propio ejercicio mal hecho, de su achabacanamiento por miedo, de vender al público la idiotez de que resulta placentera cuando en realidad es un esfuerzo, una manduca o degustación laboriosa y neuronal que produce, a lo sumo, la satisfacción del trabajo bien hecho.
La lectura no ha sido nunca, y menos en un tiempo como el nuestro, solaz de multitudes. Requiere una predisposición particular y un rito iniciático, un sosegado atender al desarrollo del asunto, haciendo propio el tempo del texto. Así que a golpe de mala lectura los incapacitarán para la buena. Los devolverán al analfabetismo dándoles brodio de trivialidad y bodrio literario. Los empalagarán a fuerza de intentar que se aficionen a lo que no tiene por qué gustarles, de dorarles la píldora con sucedáneos, de darles una imagen falsa de la lectura.
Una pieza literaria es mucho más que un telefilme, por lo que las degustaciones para neófitos deben presentarse con toda su riqueza y dificultad. Leer, como tocar el violín, tiene muchos beneficios, pero es una inclinación muy personal.
De nada sirve aumentar los índices de lectura con lectores de pacotilla, con iletrados enganchadísimos a mamotretos morbosos, con gente que ha llegado al estricto analfabetismo de tanta bazofia como ha leído.
Hay analfabetos de leer como hay gordos de comer: porque hay textos, como hay alimentos, cuyo consumo es pernicioso; y sin embargo miles de colegios atiborran a los niños de bollería literaria para decir que fomentan la lectura, que tienen más alumnos lectores que nadie, que son una fábrica, un crisol, una máquina de hacer lectores.
Antilecturas o contralecturas de obligado recorrido. Pseudorreflexiones forzosas. Paripé literario y ocultamiento de lo bueno por miedo al rechazo. Halago a la vulgaridad ambiente por si así pasan un rato mirando renglones. Lectores a toda costa. Lectores como sea. Lectores inventados. Analfabetos de leer.