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Juan Vicente Yago

Con el revuelo de las puñaladas, el apornorramiento electrónico y el cataclismo del informe PISA, la enseñanza, como el durmiente que recibe un empujón, ha dado un respingo y un bufido, ha rezongado un poco y se ha vuelto del otro lado para continuar su letargo.

Es lástima que no despertase del todo, porque al rezongar soltó algunas verdades prometedoras: algo de reducir el número de alumnos en el aula, de proporcionar autoridad a los profesores y de cambiar la metodología.

Fue la reacción primera, el movimiento reflejo, la duermevela, el instinto, la espontaneidad, ese nervio ilocalizable, casi taumatúrgico y más certero a veces que la reflexión el que levantó siquiera un palmo el pesado manto de inercia, sometimiento, miedo e incluso abulia que cubre y silencia los auténticos motivos del malestar docente.

Pero no hubo un despertar inmediato, con la ensoñación fresca en la memoria, el personal despertó unos días más tarde, cuando ya los temores y los disimulos habían recuperado su imperio y devuelto al calabozo del subconsciente las reivindicaciones que, como sinceras y directas, pudieran resultar productivas.

La cuestión, por tanto, vuelve a estar bajo la pátina de comedimiento y diplomacia que todo lo mixtifica. Ya no se reclama tener autoridad o cambiar el método sino formación continua del profesorado y prestidigitación pedagógica. Dicho de otra forma: se carga de nuevo la responsabilidad en la joroba del docente, con lo que se pierde una magnífica oportunidad para encarrilar el asunto, para formular el problema en sus justos términos y ponerlo en vías de solución, para dar crédito de una vez por todas a las apreciaciones profundas que todo el profesorado hace pero no se atreve a plantear, más allá de la narcosis o el trance hipnótico, por culpa de la corrección política.

Lo bueno, sin embargo, es que algo se ha dicho en el entresueño, que ha saltado la chispa y conviene avivarla para que no se apague. Autoridad y cambio de método: no más de quince alumnos por aula, un silencio aceptable y un profesor que decide cómo impartir su materia. Y extirpar esa pregunta insoluble, insoportable -“¿de dónde ha salido la nota?”- que corta las alas de los docentes porque, si se la toma desde un punto de vista pacato, nunca se acaba de contestar.

La nota, por supuesto inapelable, sale de la formación académica del profesor, de su experiencia y de nada más. Respuesta concluyente. Y mientras la cosa no funcione así en todas las asignaturas y sobre todo en la de Lengua, que quizá es la más desenfocada del currículum y una de las causantes de la debacle PISA, la enseñanza secundaria seguirá zozobrando; y la comprensión lectora de los alumnos, que las pantallas destruyen fuera del colegio, cayendo en picado.

Es imprescindible, para la revolución de la enseñanza lingüística, eliminar por completo la gramática, que no sirve para nada, y sustituirla con lectura detenida y escritura manuscrita, fuentes de inmarcesible riqueza comprensiva y expresiva.

La lectura y la escritura brindan al profesor infinitas posibilidades de trabajo. Abren caminos en todas direcciones. Y lo contrario -que las clases no giren cada día en torno a un autor, a un orador, a un texto, a un algo dicho y a cómo está dicho- es, lisa y llanamente, una escandalosa incoherencia. No es concebible que los exámenes de Lengua en primaria y en secundaria no consistan en dos preguntas: una de comprensión lectora y otra de composición escrita.

Profesores y alumnos viven desde hace décadas encadenados al banco de las categorías gramaticales y las figuras retóricas, bogando sustantivos y halando adjetivos, frotando metonimias y barnizando sinécdoques, llorando morfemas e hipando monemas, conjugando y resbalando, analizando y bizqueando, embotándose la intelección y esclerotizándose la imaginación, chapoteando entre sujetos, predicados, verbos, adverbios y zarandajas; llenándose la mollera de salitre filológico en lugar de lubricarse la sinapsis con ideas inspiradoras, logros expresivos, fruiciones caligráficas y suculentos decires.

¿Cuándo se decidió enseñar a leer y escribir sin leer ni escribir? ¿Quién arrojó el mondongo filológico sobre la enseñanza secundaria? ¿Por qué se cortan las alas de los profesores?