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Afasia de los charlatanes Afasia de los charlatanes

Afasia de los charlatanes

Juan Vicente Yago

Salen de vez en cuando -ventanas aleatorias al pasado- en alguna información comparativa, en alguna noticia del recuerdo, amas de casa del 78, del 79 o del 84 -que las hubo felices como las hay ahora-, o padres de familia de los mismos años -que también los hubo felices y enamorados de sus esposas-, e incluso jóvenes -ejemplares auténticos, no esos zombis digitalizados que hormiguean hoy por las ciudades-; y llama la atención, además de lo felices y sosegados que aparecen todos -sin viajar en verano, sin ropa de marca, sin vestidor, sin cocina con isla y sin dos o tres coches en el garaje-, su solvencia léxica, lo bien que hablaban, la riqueza de vocabulario que tenían con independencia de su nivel académico. No les costaba nada explicar, en la pura improvisación del que responde al periodista en plena calle, sus opiniones, o contar una u otra peripecia concreta.

Esa feliz facilidad, esa naturalidad lingüística que atravesaba distintas capas del paisanaje pretérito contrasta con el espeluznante raquitismo verbal de casi todo el paisanaje hodierno. En plena era de la comunicación, en el siglo más charlatán de la historia, cuando todo quisque se vuelve reportero de sí mismo; cuando millones de individuos andan con los papeles perdidos y la brújula escacharrada e intentan hallarlos y repararla con parches de triste alegría fingida, sobreactuada y agotadora, con remiendos de hiperactividad, zurcidos de palabrería y cotorreos infernales; cuando el ser humano es más gárrulo que nunca y el rumor de su cháchara es tan intenso que apaga el eco de cualquier otro sonido; en este mundo reteconexo y ultranarrado es, precisamente, donde menos comprensión y menos discurso hay, entendidos el discurso y la comprensión como los grandes elementos de la comunicación racional.

En una palabra: que la gente no sabe hablar; que va un sujeto azotando bulevares, oyendo audiolibros y garlando con un compadre a distancia y con otro en directo cuando, abordado por un periodista, pasa los mil sudores y las dos mil zozobras para hilvanar cuatro frases aceptablemente construidas. Esto, no cabe duda, se debe al sobreentrenamiento; es un deterioro comunicativo causado por la mala praxis lingüística.

Porque hablar, hablan; hablan y no callan; se autobiografían y se radiografían, pero no pasan de un cacareo frenético, de una histeria verbosa o diarrea parlanchina que al cabo es otra faceta de la rebelión de las masas, de la soberbia de la ignorancia que habla sin saber hablar de igual modo que vive quimeras, viaja mentiras y educa de que no.

Andan las turbas provistas de maquinaria comunicativa, hechas unidad móvil de lo suyo -que vale tanto como circo audiovisual de la memez-, y llevan adelante la enorme tarea con el criterio ninguno y la vil jerigonza que sacan de las pelis baratas y las teleseries abominables, de las modas nefandas y los conceptos oligofrénicos, de la ordinariez rabiosa y la confusión tenebrosa.

Sesudas investigaciones han demostrado que si bien tanto aparataje digital facilita el contacto, lo facilita en cauce y forma equivocados, y seca por completo la fuente de habilidades cuyo caudal debiera incrementar. Es la enajenación de la pantalla, el diabólico arrobo de la estridencia y el colorido, la hipnosis del vídeo famoso y el jueguecito pasmoso, el delirio de la obtusez y el chorlitismo, la trampa de la irrealidad y el marasmo de la inercia y la complacencia -o de la complacencia en la inercia-, también llamado indolencia existencial o gregarismo absoluto.

El caso es que a los miembros de la chusma rebelada, parleros empedernidos, en cuanto alguien los aparta de su pocilga lingüística de confort, les acomete una repentina y desnivelante