No nos engañemos. Seamos más o menos creyentes, en verano se constata que la mayoría de arrastramos el complejo de ser un expulsado del paraíso. Y al llegar las vacaciones es cuando intentamos resarcirnos buscando, al menos temporalmente, la concreción de ese lugar y sensaciones en donde nos sintamos libres, sin obligaciones y rodeados de belleza.
Puede parecer un poco cruel hacer esta reflexión en los últimos días de agosto, justo en ese momento en el que la mayoría ya estaremos con las vacaciones olvidadas o recién terminadas, pero ya ubicadas en el pasado. Qué momento tan poco llevadero (spoiler: esta semana van a oír a multitud de expertos hablando de la depresión postvacacional, vayan cambiando de canal).
Y es que ese paraíso puede estar en una isla del Índico o en un rincón secreto que atesoramos desde la infancia. Puede ser un descubrimiento inesperado o, en la mayoría de las ocasiones, se trata más de actitud y perspectiva que de un simple lugar geográfico.
La expulsión bíblica conllevó la obligación de ganarse el pan con el sudor de la frente (algo cada día más literal entre cambio climático y ahorro energético) así que constatar durante unas semanas que se puede vivir sin trabajar, pero que hay que trabajar para comer, pagar las facturas y, si me apuran, hasta sentirse realizado conlleva cierto grado de frustración.
Menos mal que siempre hay una pequeña muestra de valientes que osan romper con todo y, en un arrebato, hacen de ese lugar especial su residencia e intentan encontrar una forma de ganarse la vida que no les lastre sino que les acompañe en ese retorno al edén. ¿No les ha pasado llegar a un lugar fantástico (ojo, el punto de vista vacacional lo romantiza todo) y encontrarse a alguien que les cuenta que fue de vacaciones “y me quedé”?
Ese grupo de osados que convierte en real las ensoñaciones que todos llegamos a tener en un instante o a lo largo de una existencia serán durante estos días (al menos hasta que pasen los diez primeros minutos en nuestra silla) nuestro referente.
Hasta que seamos capaces de reencontrar o crear el paraíso en nuestra rutina y redescubramos el encanto que toda vida y lugar tienen si se saben mirar y cuidar.
Puede parecer un poco cruel hacer esta reflexión en los últimos días de agosto, justo en ese momento en el que la mayoría ya estaremos con las vacaciones olvidadas o recién terminadas, pero ya ubicadas en el pasado. Qué momento tan poco llevadero (spoiler: esta semana van a oír a multitud de expertos hablando de la depresión postvacacional, vayan cambiando de canal).
Y es que ese paraíso puede estar en una isla del Índico o en un rincón secreto que atesoramos desde la infancia. Puede ser un descubrimiento inesperado o, en la mayoría de las ocasiones, se trata más de actitud y perspectiva que de un simple lugar geográfico.
La expulsión bíblica conllevó la obligación de ganarse el pan con el sudor de la frente (algo cada día más literal entre cambio climático y ahorro energético) así que constatar durante unas semanas que se puede vivir sin trabajar, pero que hay que trabajar para comer, pagar las facturas y, si me apuran, hasta sentirse realizado conlleva cierto grado de frustración.
Menos mal que siempre hay una pequeña muestra de valientes que osan romper con todo y, en un arrebato, hacen de ese lugar especial su residencia e intentan encontrar una forma de ganarse la vida que no les lastre sino que les acompañe en ese retorno al edén. ¿No les ha pasado llegar a un lugar fantástico (ojo, el punto de vista vacacional lo romantiza todo) y encontrarse a alguien que les cuenta que fue de vacaciones “y me quedé”?
Ese grupo de osados que convierte en real las ensoñaciones que todos llegamos a tener en un instante o a lo largo de una existencia serán durante estos días (al menos hasta que pasen los diez primeros minutos en nuestra silla) nuestro referente.
Hasta que seamos capaces de reencontrar o crear el paraíso en nuestra rutina y redescubramos el encanto que toda vida y lugar tienen si se saben mirar y cuidar.