Prometo que tenía pensadas varias columnas que (al menos en mi cabeza) eran brillantes, oportunas, atractivas y entretenidas. Todo eso sucedía entre ayer y esta mañana, cuando todavía era demasiado temprano para sentir la presión del cierre de edición combinada con la inesperada cita adelantada de mi peluquero. Una combinación de agenda y obligaciones del primer mundo que finalmente han borrado de mi maltrecha mente todas esas columnas con las que iba a deleitarles en estos días prenavideños tan rarunos que andamos viviendo.
En vez de eso, el vacío más absoluto (creo que es la segunda vez que confieso esto en 17 años) se ha abierto ante mis dedos cuando finalmente me he puesto a escribir en un requiebro de agenda que conseguirá que mis compañeros de cierre en el periódico no acaben mandando un discreto, pero, en el fondo, desesperado mensaje reclamando estas líneas.
Sí. De repente me he encontrado con el tiempo, pero los brillantes titulares de una o dos palabras que iban a dar el pie para estas casi 400 palabras se han esfumado. Ni rastro. ¿Iba a hablar de política? Uy, no, que ya me da repelús. ¿De dolor ajeno? Uy, no, que he de salir del bucle de tristeza en el que nos ha metido el fango. ¿Iba a hablar de palabras? Uy, no, que luego viene la RAE y las incluye y las excluye a mayor velocidad que la que yo las consulto.
Tal vez fuese a hablar del tiempo. Pero es obvio que es frío y que estamos viviendo los días más cortos del año así que no vamos a ahondar en la herida, que, a pesar de los sofocos, sigo siendo calorista. Tal vez de la lotería, por lo locos que nos volvemos para al final no poder retirarnos si nos toca porque a ver qué haces con trescientos y pico mil, pero con una hipoteca pendiente y más de 10 años por cotizar. ¿O de la Navidad? La verdad, no estoy preparada y, aunque ha pasado la Purísima, tengo el árbol aún sin poner. Y no quiero que me pase como el año pasado, en el que el pobre no llegó a salir de la caja.
Así que sí. Hay días en los que un vacío terapéutico llena nuestra mente. Quizás para pensar menos. O para no preocuparse de más.
En vez de eso, el vacío más absoluto (creo que es la segunda vez que confieso esto en 17 años) se ha abierto ante mis dedos cuando finalmente me he puesto a escribir en un requiebro de agenda que conseguirá que mis compañeros de cierre en el periódico no acaben mandando un discreto, pero, en el fondo, desesperado mensaje reclamando estas líneas.
Sí. De repente me he encontrado con el tiempo, pero los brillantes titulares de una o dos palabras que iban a dar el pie para estas casi 400 palabras se han esfumado. Ni rastro. ¿Iba a hablar de política? Uy, no, que ya me da repelús. ¿De dolor ajeno? Uy, no, que he de salir del bucle de tristeza en el que nos ha metido el fango. ¿Iba a hablar de palabras? Uy, no, que luego viene la RAE y las incluye y las excluye a mayor velocidad que la que yo las consulto.
Tal vez fuese a hablar del tiempo. Pero es obvio que es frío y que estamos viviendo los días más cortos del año así que no vamos a ahondar en la herida, que, a pesar de los sofocos, sigo siendo calorista. Tal vez de la lotería, por lo locos que nos volvemos para al final no poder retirarnos si nos toca porque a ver qué haces con trescientos y pico mil, pero con una hipoteca pendiente y más de 10 años por cotizar. ¿O de la Navidad? La verdad, no estoy preparada y, aunque ha pasado la Purísima, tengo el árbol aún sin poner. Y no quiero que me pase como el año pasado, en el que el pobre no llegó a salir de la caja.
Así que sí. Hay días en los que un vacío terapéutico llena nuestra mente. Quizás para pensar menos. O para no preocuparse de más.