EFE/Emilio Naranjo
Como advierten las modernas críticas literarias, les aviso de que esta columna contiene spoilers. O sea, si tienen previsto ver en algún momento Prison Break y no les gusta ir sobre aviso, dejen de leer. La serie ha envejecido bien teniendo en cuenta lo rápido que transcurren las modas y las formas de lo audiovisual. A pesar de sus casi 20 años, la primera temporada es memorable y la segunda, después de muchos padecimientos, tendría que haber terminado con la serie para siempre… tres minutos antes del final.
Cierto es que tanto drama carcelario y humano acabado en un pastelón con final feliz podría chirriar un poco. Pero la suma de angustias de la fuga y posterior huida bien hacían merecer a los personajes un poco de salseo y cariñito. Que a todos nos gusta un final feliz. ¿O no?
Pues a veces no pega. A veces el sufrimiento de los personajes te hace sentirlos más cerca, con un algo de protección y, también, de paz mental al ver que, a fin de cuentas, tus dramas no lo son tanto.
Que me desvío. Pues Prison Break no acaba después de esas dos gloriosas temporadas. Le dieron un mal final que permitía seguir extorsionando a la gallina de los huevos de oro con otras tres temporadas, sumando al final al menos cuatro resurrecciones de difícil justificación para lanzar con una década de diferencia una última temporada prescindible en la que el final feliz resultó un mal final. ¿Qué por qué la vi? ¿Por qué consumí casi 100 capítulos de algo que perdió su calidad y su razón de ser? Por esas adicciones que provocan las malas drogas o los folletines, creando absurdas dependencias.
Así, el final rubricado por Pedro y Yolanda (ellos se llaman así con luz y taquígrafos) era tan previsible como prescindible su escenografía. En esta sociedad en la que el relato cuenta más que el suceso, la puesta en escena con besos, alabanzas, errores, nervios y decorado a todas luces preparado con antelación sólo nos hacen pensar en que se ha dado un mal final a algo escrito y necesario para seguir adelante: el acuerdo entre los dos principales partidos de izquierdas para intentar formar Gobierno. El fin no justifica la burda escenografía final.
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Cierto es que tanto drama carcelario y humano acabado en un pastelón con final feliz podría chirriar un poco. Pero la suma de angustias de la fuga y posterior huida bien hacían merecer a los personajes un poco de salseo y cariñito. Que a todos nos gusta un final feliz. ¿O no?
Pues a veces no pega. A veces el sufrimiento de los personajes te hace sentirlos más cerca, con un algo de protección y, también, de paz mental al ver que, a fin de cuentas, tus dramas no lo son tanto.
Que me desvío. Pues Prison Break no acaba después de esas dos gloriosas temporadas. Le dieron un mal final que permitía seguir extorsionando a la gallina de los huevos de oro con otras tres temporadas, sumando al final al menos cuatro resurrecciones de difícil justificación para lanzar con una década de diferencia una última temporada prescindible en la que el final feliz resultó un mal final. ¿Qué por qué la vi? ¿Por qué consumí casi 100 capítulos de algo que perdió su calidad y su razón de ser? Por esas adicciones que provocan las malas drogas o los folletines, creando absurdas dependencias.
Así, el final rubricado por Pedro y Yolanda (ellos se llaman así con luz y taquígrafos) era tan previsible como prescindible su escenografía. En esta sociedad en la que el relato cuenta más que el suceso, la puesta en escena con besos, alabanzas, errores, nervios y decorado a todas luces preparado con antelación sólo nos hacen pensar en que se ha dado un mal final a algo escrito y necesario para seguir adelante: el acuerdo entre los dos principales partidos de izquierdas para intentar formar Gobierno. El fin no justifica la burda escenografía final.
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