“Un día de estos, me dejo barba”. “Un día de estos, me levanto del sofá y empiezo a correr”. “Un día de estos, le pido perdón”. “Un día de estos, dejo este trabajo de mierda y doy la vuelta al mundo con una mochila”. “Un día de estos le digo que le quiero”… Y así hasta el infinito.
Mientras llega ese día, te sigues afeitando, te dejas abrazar durante horas por el sofá viendo series estúpidas, no encuentras el momento para pedir esas disculpas que limpiarían tu conciencia, ves imposible subsistir sin esa nómina que alegra tu cuenta bancaria por escasos momentos a cambio de interminables horas. Y seguirás amándole en silencio porque crees no te quiere.
Y así se nos pasa la vida. Pensando que siempre habrá un momento mejor para ser valiente o, simplemente, tomar una decisión que nos va a hacer más felices. O, al menos, más fuertes. Esa procrastinación que nos mantiene en el limbo de la zona de confort no nos lleva, en cambio, a encontrar esa chispa, esa ilusión, ese motivo que lo cambiaría todo. Siempre creemos que habrá un “mañana” en el que todas las proyecciones se harán realidad. O en ese engaño vivimos.
Hasta que llegas a la consulta y oyes el diagnóstico: cáncer. Qué palabra tan gruesa y malsonante. Qué lejos había quedado siempre de tus ideaciones de futuro. Y ya no es futuro, Es ya.
Empiezas a escuchar eso de que “tienes que luchar”, como si de ti dependiera curarte. Y de ti depende tu actitud, cómo lo tomes y cómo lo afrontes. Pero nunca te sientas culpable cuando la evolución no sea todo lo buena que esperas. Los médicos hacen todo lo posible y a ti solo te queda esa buena actitud y las ganas. No es lo mismo tener una enfermedad que ser un enfermo.
Y de lo que sí te das cuenta es de que hay un final. Seguramente este no será el tuyo, pero sí te ha puesto de frente la realidad de que no eres inmortal. Ni tú ni nadie. Y entonces asumirás que nunca hay que dejar nada importante para “un día de estos”. Hoy es el mejor día para empezar a trazar tu destino. Y esa lucha sí está en tus manos.