Llevo una semana desconectada de la actualidad. No sé si es bueno o es malo, aunque imagino que de un poquito de ansiedad sí que me he librado (sobre todo porque hoy ya he podido abrir los periódicos y adivino lo sucedido).
¿Ansiedad? Una de las palabras-epidemia de nuestro tiempo. Si el otro día hablaba de la soledad la extensión de la ansiedad hasta convertirse casi en modo de vida o estado permanente de individuos de varias generaciones sólo me deja decir “uf”. Y patadón y hacia adelante, como en los malos partidos de fútbol.
Vivir en un ay, a vueltas con la incertidumbre, con la permanente sensación de no llegar a todo y con la certeza de no llegar bien a casi nada nos convierte en personas incapaces de vivir el presente mientras nuestro organismo se pasa la vida intentando hacer frente a todo lo que vemos como amenaza. Que cada vez son más cosas.
No porque el mundo esté peor (que también) sino porque nuestras defensas se van debilitando hasta convertirnos en personas frágiles. Como si fuésemos un cristal que se va degastando, haciéndose cada vez más fino, menos resistente.
En ese mundo de personas de cristal que van corriendo a todas partes, a las que nada les parece satisfactorio o grato, donde se siempre reina el “todo mal” es en el que nos estamos acostumbrando a vivir.
Con medicaciones que garantizan el aturdimiento, que nublen nuestra capacidad de decidir, dándole visibilidad a la salud mental (al menos esto es bueno), al tiempo que perdemos nuestra confianza y autocontrol.
Siempre he detestado Alicia en el país de las maravillas y, aparte de la cargante Reina de Corazones, el personaje del conejo que no llega a tiempo me parece especialmente odioso. Quizás porque se parezca mucho a lo que es lo normal de nuestros días. Correr, correr sin tener claro a dónde vamos o de dónde huimos (que también).
Después de semanas oyéndonos lamentarnos de lo lejanas y cortas que parecen las vacaciones, propongo que (aprovechando el veranazo de San Miguel) nos tomemos otras vacaciones (pagadas) e intentemos recuperarnos de este embate ansioso antes de meternos en el siguiente porque, hoy por hoy, sólo dan ganas de decir “¡uf, qué pateo!”.