Llovía. Una lluvia fina, tenue y triste. Hacía poco que había anochecido y cuando sonó el teléfono me di cuenta de que se iba a cumplir el presentimiento que me perseguía desde el amanecer.
Era una videollamada así que intenté sonreír al tiempo que organizaba mis manos temblorosas entre paraguas, teléfono y miedo. Intentaste hacer una broma sobre mi aspecto melancólico bajo la lluvia en esa tarde de un invierno que no era invierno y en el que yo, inexplicablemente, sentía mucho frío a pesar de que todo sabía a primavera.
Yo sentía amargura, tristeza. Adivinaba la nostalgia que me iba a acompañar de ahí en adelante. Porque intuía, sabía, que iba a pasar de tenerte a recordarte. A recordarnos. El significado de “juntos” ya no iba a definirnos. Sabía que me llamabas para despedirte. Para dejarme.
Por teléfono.
No podía creer que todo lo vivido, las horas compartidas, los sueños a medias, las proyecciones de un futuro en el que pintábamos casa, niños y perro… todo iba a desaparecer tras colgar. “Somos muy jóvenes aún” me decías, buscando una excusa mundana que justificase que me partías el corazón en plena calle, a distancia, a través de una conexión 5G, sin posibilidad siquiera de tocarnos por última vez. Aunque fuese para decir adiós.
Te oía entre el ruido de los coches, con los pies mojados y sin darme cuenta de si el paraguas me cubría a mí o sólo protegía tu cara en la pantalla de mi teléfono. Esa cara que tanto quise y que ahora encerraba unos ojos que me miraban sin amor, con desgana. Con ganas de pasar página.
Mientras, sentía las gotas recorriendo mi cara, apenas oía mi voz quebrada en las súplicas desesperadas de alguien que aún quiere y que ya no es querido. Sí, llovía, pero yo lloraba con más intensidad. Rota. Ajena al mundo que seguía girando alrededor de esa pantalla en la que sentía quebrarse la vida por instantes.
Entonces la vi. Una desconocida. Me miraba con ternura, cómplice de mi llanto sin poder ofrecer consuelo más que a través de su mirada. Con ella me decía: “Tranquila, esto también pasará. No te merece quien ni siquiera da la cara en el adiós. Sal de ahí y vive”.
Colgué. Llovía. Y sonreí. La vida seguía.