Hacía tiempo que no me pasaba aquello de sentarme en una mesa poco después de las 2 y levantarme casi a las 7 de la tarde. Hay algo de las costumbres españolas que nos hace ser diferentes y, por qué no decirlo, bastante más felices que las gentes de otros países que, tal vez, con datos objetivos tendrían más números para liderar el ranking de la felicidad (me parece un poco espeluznante que alguien se dedique a medir eso, pero bueno…).
Así, con una sobremesa extendida en la que la única coincidencia con la última sobremesa larga mediática ha sido la poca cobertura del local, he conseguido, al menos por un día, llegar a la noche sin entrar en la espiral de la última crispación. Algo maravilloso en estos tiempos en los que parece que sólo se encuentra placer en buscarle las cosquillas, defectos, delitos, vanidades, fraudes, mentiras y errores al rival. Sin ejercer jamás la autocrítica.
Ay, así nos va. Esos posicionamientos a uno u otro lado parecen inevitables porque no se puede caer en la equidistancia, convertida en el máximo pecado en lugar de verse comparada con la indudable virtud que es el sentido común. Qué lástima.
Viendo el otro día la conferencia de Posteguillo en el Senado, además de experimentar con él el dolor de la soledad y el abandono (“y no había nadie…”) por la vía rápida de la empatía, también hubo algo que me pareció, al fin, absolutamente certero en estos tiempos de inevitable posicionamiento: de las dos Españas de Machado ya no nos hiela el corazón la una o la otra. Nos la hielan las dos.
Así que sí. Estoy contenta de haber vivido una larga sobremesa en la que no se ha hablado de crispación, de miedo, de incertidumbre, de política, de tragedia, de enfado sistémico… Sólo de la vida, de esas anécdotas que van conformando la novela que cada uno escribimos con nuestro discurrir. Me quedo con una enseñanza: a pesar de lo malo, a pesar de ese entorno que se empeñan en hacernos ver hostil, seguir adelante con la ilusión de un chaval. Pensar que todo lo vivido ha sido magnífico, con sus altos y sus bajos, con lo bueno y lo malo, pero que es que, además, lo mejor siempre está por llegar. ¿A qué sí?
Así, con una sobremesa extendida en la que la única coincidencia con la última sobremesa larga mediática ha sido la poca cobertura del local, he conseguido, al menos por un día, llegar a la noche sin entrar en la espiral de la última crispación. Algo maravilloso en estos tiempos en los que parece que sólo se encuentra placer en buscarle las cosquillas, defectos, delitos, vanidades, fraudes, mentiras y errores al rival. Sin ejercer jamás la autocrítica.
Ay, así nos va. Esos posicionamientos a uno u otro lado parecen inevitables porque no se puede caer en la equidistancia, convertida en el máximo pecado en lugar de verse comparada con la indudable virtud que es el sentido común. Qué lástima.
Viendo el otro día la conferencia de Posteguillo en el Senado, además de experimentar con él el dolor de la soledad y el abandono (“y no había nadie…”) por la vía rápida de la empatía, también hubo algo que me pareció, al fin, absolutamente certero en estos tiempos de inevitable posicionamiento: de las dos Españas de Machado ya no nos hiela el corazón la una o la otra. Nos la hielan las dos.
Así que sí. Estoy contenta de haber vivido una larga sobremesa en la que no se ha hablado de crispación, de miedo, de incertidumbre, de política, de tragedia, de enfado sistémico… Sólo de la vida, de esas anécdotas que van conformando la novela que cada uno escribimos con nuestro discurrir. Me quedo con una enseñanza: a pesar de lo malo, a pesar de ese entorno que se empeñan en hacernos ver hostil, seguir adelante con la ilusión de un chaval. Pensar que todo lo vivido ha sido magnífico, con sus altos y sus bajos, con lo bueno y lo malo, pero que es que, además, lo mejor siempre está por llegar. ¿A qué sí?