Al final puede que todo lo del verano, las vacaciones y la búsqueda de desconexión sólo se reduzca a algo tan sencillo e imposible como encontrar un lugar o crear una situación en la que no ocurra nada malo.
Esos paraísos cargados de arena y palmeras, sin prisas. Esas ciudades monumentales en las que nos creemos invisibles y, por tanto, libres de sufrir males. Esos pueblos que nos acogen de vuelta y nos resguardando de males y calores…
Eso es lo que vamos buscando, quizás, cuando salimos huyendo de nuestras rutinas y angustias habituales, cuando dejamos atrás, al menos por unos días, lo que es, en realidad y durante el 90% de nuestro tiempo, nuestra vida. Maldito estrés incluido. Por supuesto.
Y es que en el día a día no nos privamos de nada. Jornadas para el olvido, jornadas para el agotamiento, pero también jornadas para ir recogiendo el fruto de nuestro trabajo y la esencia de nuestras relaciones. El tiempo y el espacio en el que somos y estamos habitualmente. Donde ocurre lo que mueve nuestro mundo. También lo malo. Claro. Que esto no iba a ser todo jauja.
Y así buscamos con ahínco durante semanas esos lugares donde creemos que no tiene cabida lo malo para intentar, ya de paso, reencontrarnos.
Y es tal la actitud que somos capaces de ponernos vendas que no nos dejen ver que tras las palmeras y la arena negra hay una isla que no se ha recuperado de la última erupción y en la que parece que nunca volverá a llover. O que esa magnífica ciudad monumental ya casi es un decorado para turistas como nosotros y que ha expulsado a sus ciudadanos a extrarradios más vivibles. O que en el pueblo empiezan a aparecer aparatos de aire acondicionado y cada vez quedan menos de aquellos que fueron nuestros referentes.
Aún así, seguiremos disfrutando de esas playas, esas calles, esos bosques y obviaremos todo lo malo que también ocurre en los paraísos porque, al menos durante unas semanas, debemos poder permitirnos estar en paz, ser ingenuos, pensar en lo que nos apetece y no en lo que debemos hacer. Y recargar cuerpo y mente para cuando llegue lo malo. Y lo bueno. Quedar de nuevo listos para vivir nuestras vidas.
Esos paraísos cargados de arena y palmeras, sin prisas. Esas ciudades monumentales en las que nos creemos invisibles y, por tanto, libres de sufrir males. Esos pueblos que nos acogen de vuelta y nos resguardando de males y calores…
Eso es lo que vamos buscando, quizás, cuando salimos huyendo de nuestras rutinas y angustias habituales, cuando dejamos atrás, al menos por unos días, lo que es, en realidad y durante el 90% de nuestro tiempo, nuestra vida. Maldito estrés incluido. Por supuesto.
Y es que en el día a día no nos privamos de nada. Jornadas para el olvido, jornadas para el agotamiento, pero también jornadas para ir recogiendo el fruto de nuestro trabajo y la esencia de nuestras relaciones. El tiempo y el espacio en el que somos y estamos habitualmente. Donde ocurre lo que mueve nuestro mundo. También lo malo. Claro. Que esto no iba a ser todo jauja.
Y así buscamos con ahínco durante semanas esos lugares donde creemos que no tiene cabida lo malo para intentar, ya de paso, reencontrarnos.
Y es tal la actitud que somos capaces de ponernos vendas que no nos dejen ver que tras las palmeras y la arena negra hay una isla que no se ha recuperado de la última erupción y en la que parece que nunca volverá a llover. O que esa magnífica ciudad monumental ya casi es un decorado para turistas como nosotros y que ha expulsado a sus ciudadanos a extrarradios más vivibles. O que en el pueblo empiezan a aparecer aparatos de aire acondicionado y cada vez quedan menos de aquellos que fueron nuestros referentes.
Aún así, seguiremos disfrutando de esas playas, esas calles, esos bosques y obviaremos todo lo malo que también ocurre en los paraísos porque, al menos durante unas semanas, debemos poder permitirnos estar en paz, ser ingenuos, pensar en lo que nos apetece y no en lo que debemos hacer. Y recargar cuerpo y mente para cuando llegue lo malo. Y lo bueno. Quedar de nuevo listos para vivir nuestras vidas.