Llevo tanto tiempo preparando el siguiente proyecto, planificando las vacaciones o fantaseando con una jubilación ociosa cargada de salud y exenta de problemas que me he encontrado dándome de narices con una frase que el sentido común ha decidido rescatar de mi maltrecha memoria: “Nunca vas a estar mejor que ahora”. Y es cierto.
Entiéndanme: si están en medio de un drama, a cuestas con un trauma o arrastrando una enfermedad, es normal que fíen a un momento futuro una situación mejor. Lo malo es que vivir en futuro es una mala extendida costumbre que nos impide ver lo único que en realidad es nuestro: este momento. El presente es nuestra única propiedad real y, ciertamente, la frase que he tomado de Emilio Duró tiene mucho de realidad. Sobre todo para los que le hemos dado la vuelta al jamón.
Así que, mientras postergamos, dilatamos y, en definitiva, procrastinamos, no hacemos otra cosa sino que perder un tiempo precioso que es, repito, el único con el que contamos. El resto es un potencial que, por supuesto, tiene un papel esencial en la vida: alimentar la ilusión, proporcionar una excusa para seguir incluso cuando los días no nos son propicios.
En esa carrera en la cinta en la que no conseguimos movernos del sitio ni avanzar, no son pocas las veces en las que, además, nos ponemos orejeras para no ser conscientes siquiera de nuestro entorno. Somos capaces de descontextualizarnos hasta tal punto que ni podemos prescindir hasta de algo tan cierto como que somos hijos de nuestros actos y decisiones. Una magnífica forma de eludir el peso de la responsabilidad que se puede unir a eso tan humano del “yo no he sido”, mezclado con echar la culpa a otro.
No nos damos cuenta de que estamos mejor de lo que estaremos nunca y nos ponemos la venda de la falsa eternidad sin atender a la cruel realidad de que, al tiempo que envejecemos, no podemos eludir nuestras responsabilidades. Y de que si algo no se hizo como debiera y ha perjudicado no sólo a nuestros proyectos personales sino a los de quienes creen en nosotros lo más sensato sería dar un paso a un lado. O coger la puerta. No enrocarse en perpetuarse sin mirar más allá. ¿Debería Puigdemont tomar ejemplo de Aragonés?
Entiéndanme: si están en medio de un drama, a cuestas con un trauma o arrastrando una enfermedad, es normal que fíen a un momento futuro una situación mejor. Lo malo es que vivir en futuro es una mala extendida costumbre que nos impide ver lo único que en realidad es nuestro: este momento. El presente es nuestra única propiedad real y, ciertamente, la frase que he tomado de Emilio Duró tiene mucho de realidad. Sobre todo para los que le hemos dado la vuelta al jamón.
Así que, mientras postergamos, dilatamos y, en definitiva, procrastinamos, no hacemos otra cosa sino que perder un tiempo precioso que es, repito, el único con el que contamos. El resto es un potencial que, por supuesto, tiene un papel esencial en la vida: alimentar la ilusión, proporcionar una excusa para seguir incluso cuando los días no nos son propicios.
En esa carrera en la cinta en la que no conseguimos movernos del sitio ni avanzar, no son pocas las veces en las que, además, nos ponemos orejeras para no ser conscientes siquiera de nuestro entorno. Somos capaces de descontextualizarnos hasta tal punto que ni podemos prescindir hasta de algo tan cierto como que somos hijos de nuestros actos y decisiones. Una magnífica forma de eludir el peso de la responsabilidad que se puede unir a eso tan humano del “yo no he sido”, mezclado con echar la culpa a otro.
No nos damos cuenta de que estamos mejor de lo que estaremos nunca y nos ponemos la venda de la falsa eternidad sin atender a la cruel realidad de que, al tiempo que envejecemos, no podemos eludir nuestras responsabilidades. Y de que si algo no se hizo como debiera y ha perjudicado no sólo a nuestros proyectos personales sino a los de quienes creen en nosotros lo más sensato sería dar un paso a un lado. O coger la puerta. No enrocarse en perpetuarse sin mirar más allá. ¿Debería Puigdemont tomar ejemplo de Aragonés?